Patrimonio Cultural: Mediación y Símbolos

Patrimonio Cultural: Mediación y Símbolos

 

Hoy reflexionaremos sobre la importancia que podría asumir el patrimonio cultural – al igual que otras formas culturales y lenguajes que comunican los símbolos de una cultura -, si se utilizara de manera útil en la educación para fortalecer los perfiles culturales y de conocimiento, especialmente en un momento en que las formas alfabéticas se están transformando, multiplicando (multialfabetizaciones) y desapareciendo. Para ello, serían necesarios procesos de mediación adecuados que facilitaran el acceso y la apropiación de los significados de estos bienes por parte de los ciudadanos; hablamos, sobre todo, de los significados más débiles y tradicionalmente excluidos en su uso. El museo, como “espacio de enseñanza», se puede transformar en un lugar privilegiado en este sentido, capaz de estimular los vínculos sociales y culturales del aprendizaje con los diversos saberes disciplinares, elevando la calidad de la formación en su conjunto.

Los patrimonios culturales son dimensiones y lugares de aprendizaje normalmente «visitados» por una gran diversidad de usuarios, pero sobre todo por estudiantes y docentes. Sin embargo, la «visita a sitios culturales», generalmente se inscribe en un amplio tejido de relaciones culturales y sociales que requiere bases alfabéticas específicas rara vez identificadas o explicitadas por la escuela. La falta de atención hacia esta práctica, según datos estadísticos, muestran que, en todos sus sentidos, las actividades siguen siendo «frecuentadas» y «conocidas» de manera extremadamente diversificada y desigual por la población. Para analizar las relaciones entre patrimonio y contextos de alfabetización en las interacciones educativas – dentro y fuera de los ambientes escolares -, es importante comprender antes el vínculo existente entre educación, patrimonio y otras disciplinas, desde el punto de vista del impacto que producen en términos de repercusiones cognitivas, sociales, afectivo-sociales, etc.. Asimismo, debería conocerse la repercusión sobre los sistemas de significado de los distintos roles de competencia – es decir, de los socios institucionales que se hayan implicados en la educación patrimonial -.

Los bienes son concebidos como contenidos culturales que se comunican a través de una variedad de medios y definen la construcción de significados en diferentes formas (escritas, verbales, icónicas, etc.). Involucran al usuario en un proceso interpretativo activo que determina la expresión experiencial de esos significados. Para ello, se requieren herramientas cognitivas adecuadas que permitan crear nuevas formas de alfabetización que dibujen identidades culturales precisas.

Desde hace un tiempo, los «patrimonios» son reconocidos como «espacios informales» de aprendizaje y lugares privilegiados con una didáctica permanente. Los museos, en concreto, se consideran, por lo general, instituciones que reúnen, almacenan y exhiben colecciones de objetos, documentos, etc., que implican investigaciones e informaciones peculiares que atestiguan y celebran el sentido de la existencia humana. La rica variedad tipológica de los bienes (arte, historia, ciencia y tecnología, antropología, historia natural, etc.) engloba, sin embargo, una variedad de expresiones, actividades y dimensiones ligadas a la posición que ocupan con respecto a los territorios y la cultura. Su carácter exploratorio es el punto de partida para cualquier reflexión sobre las oportunidades de aprendizaje que se ofrecen a las personas para cada categoría de bien considerada.

En las últimas tres décadas, la educación en el patrimonio cultural ha experimentado un enorme desarrollo que ha ido cambiando progresivamente nuestra forma de entenderlo (Mayrand, 1985). Actualmente se habla mucho del potencial didáctico del patrimonio cultural, como una fuerza social positiva. El reconocimiento de su carácter democrático constituye una amplia evidencia de aceptación y participación por parte de la comunidad, con un principio de acceso extendido a todos. Aunque ha habido una atención crítica hacia las transformaciones en este campo, ciertas investigaciones muestran que este potencial aún no puede considerarse plenamente realizado. De hecho, aunque las estadísticas de visitantes de museos, sitios arqueológicos, etc., tienden a indicar que la visita se ha convertido en una actividad de masas, la realidad es que los resultados se vinculan a poblaciones de usuarios de cultura media-alta (Nuzzaci, 2004a, 2004b; Bennett y Frow, 1991; Hooper-Greenhill, 1988; McCarthy, 1990; Merriman, 1991; Merriman, 1992). Según Bennett (1995), este dato sugiere la presencia de una constante y profunda contradicción que persiste en la sociedad actual con relación al choque entre una concepción del bien como elemento cultural público  y su acceso real por parte de los estratos sociales más débiles de la población. Aunque el surgimiento de nuevos enfoques educativos de los bienes culturales ha desafiado las concepciones de una «pedagogía del patrimonio» tradicional (Hooper-Greenhill, 1999), y ha generado muchos desacuerdos internos entre quienes lo abordan en diferentes niveles, existen todavía métodos muy obsoletos en su práctica. En particular, algunos patrimonialistas están convencidos de que, como ya ha sucedido con el arte, el momento de acercamiento del usuario al bien debe vivirse con una actitud de respeto más que de comprensión. Otros, sin embargo, consideran que el encuentro con él debe darse de una forma amena y divertida y que las instituciones tienen como principal tarea promover su amplio acceso a través de actividades lúdicas específicas.

Además de los evidentes contrastes internos, se han identificado una serie de factores vinculados al «poder y el estatus» que podrían dificultar la evolución de las ideas relacionadas con la «capacidad de formación» del bien y de su función; entre ellos, el sentido común de veneración a la autoridad, la contemplación estética (Adams, 1990; Hooper-Greenhill, 1996; Merriman, 1991, Harper, 1990; Heumann Gurian, 1991 ; Hooper-Greenhill, 1997), las divisiones de clase entre potencial personal y público (Harper, 1990; Rice, 1988), o las interpretaciones relativas a la pasividad intelectual, el conformismo y la homogeneidad (Geddes, 1990; Horne, 1984; McCarthy, 1990; Bennett , 1995; Bennett y Frow, 1991; Durbin, 1996).

Simplificando el problema, más allá de las distintas posiciones a favor y en contra de una educación en patrimonio cultural «fuerte» y «significativa» en términos de aprendizaje, se ha podido constatar la incapacidad de las distintas instituciones culturales y museos para resolver estos problemas , produciéndose un verdadero «estancamiento». Desafortunadamente, a pesar de los esfuerzos, muchas propuestas educativas siguen atadas a viejos patrones de pensamiento y de lenguaje (Mathewson, 2003; 2008).

La educación en patrimonio cultural y museístico ha realizado, no obstante, importantes esfuerzos para intentar superar estas concepciones preconcebidas y abordar cuestiones espinosas relacionadas con la accesibilidad, en el sentido de «el derecho de uso» como derecho cultural (Nuzzaci, 2007; 2020). El cambio de paradigmas deben contemplar todas las categorías de sujetos que, en diferentes niveles, pueden convertirse en «visitantes del patrimonio», siendo capaces así de utilizar y dar sentido tanto a los contextos museísticos y culturales como a los bienes, cuyo compromiso interpretativo depende, en todo caso, de la posesión de habilidades específicas, generales y disciplinarias (Anderson, 1997; Hooper-Greenhill, 2000; Housen y Duke, 1998; Mitchell, 1996; Sheppard, 1993; Stapp, 1984).

En este sentido, aprender sobre el bien realmente se presenta como un proceso complejo más que como un resultado que facilite la interpretación de un modelo de aprendizaje exploratorio, amplio y de múltiples capas. Desde el punto de vista postestructuralista, está claro que la introducción del concepto de «competencia del visitante» implica también la capacidad de decodificar la textualidad e intertextualidad (Roberts, 1997; Silverman, 1995) del bien, a partir de cuyo análisis se se han iniciado una serie de estudios que hablan de éste como un «texto cultural” y del público como «lector». La principal habilidad de este último reside en la capacidad de percibir y comprender los significados comunicados que se le suministran y de emprender un camino de lectura/transacción/interpretación que lo lleve a sustentar, con experiencias personales, el diálogo con el patrimonio. De esta forma, deja de ser consumidor pasivo y se convierte en creador y productor activo de significados individuales y sociales; es decir, es capaz de:

  • Activar los prerrequisitos y conectar las experiencias previas requeridas.
  • Definir los propósitos de la «lectura».
  • Hacer un pronóstico.
  • Identificar y decodificar componentes y estructuras del bien patrimonial.
  • Conceptualizar, es decir, leer los rasgos fundamentales y constitutivos del activo patrimonial.
  • Observar el entorno, los contextos, las relaciones, las situaciones, las ideas transmitidas, etc.
  • Preguntarse por el bien.
  • Identificar y comprender cuándo y por qué una interpretación menor o mayor explica la diferencia entre un «experto», «novato» y una «lectura “pobre».
  • Aclarar el tipo de uso y la estrategia correctiva activada, cuando sea necesario dentro de una acción interpretativa específica.
  • Reflexionar y aplicar el nuevo significado asumido a nuevas situaciones.

En conclusión, se adquiere la habilidad de decodificar, de invertir en hechos significativos y de comprender que «textos y contextos» no pueden desligarse del mundo social, cultural y político al que se refieren, articulando operaciones cognitivas. En el ámbito escolar, por ejemplo, la combinación de diferentes textos y multitextos de los que son portadores los bienes patrimoniales puede servir para animar a los alumnos a realizar transferencias de aprendizaje en determinadas tareas. Para ello, se requiere la conexión de los objetivos de aprendizaje a través de una adecuada mediación basada en:

  • Formas específicas de comunicación.
  • Estrategias capaces de activar la experiencia de los sujetos y su vivencia (“puntos fuertes”).
  • Relaciones destinadas a reducir la asimetría de las relaciones de las personas con contextos.

Estos tres elementos pueden ser considerados la conditio sine qua non para contribuir a través del «bien» a la construcción de la ciudadanía activa de todos los sujetos, apalancando una «participación guiada» (Rogoff y Lave, 1990) y promoviendo el diálogo y las relaciones entre las instituciones culturales, escuelas y comunidades. Pero hay más…

Sabemos que la organización de eventos de alfabetización basados ​​en el patrimonio cultural solicita el mejor uso de los recursos intelectuales de los estudiantes y docentes, ayudando a relanzar programas escolares apropiados para promover propuestas culturales más efectivas (Alloway et al., 2002; Lingard et al., 2002), renovando continuamente sus prácticas y herramientas, especialmente las curriculares. Mucho se ha hecho en esa dirección para que todos los estudiantes tengan igualdad de oportunidades y logren resultados adecuados. Las reformas escolares efectuadas desde los años sesenta han apoyado, de diversas maneras, la necesidad de aumentar la calidad de las experiencias educativas mediante el uso de recursos de contextos de aprendizaje informales, como las visitas a museos, zoológicos, jardines botánicos, etc., ampliando el abanico de posibilidades para que los alumnos modifiquen sus percepciones de la realidad con el «fuera del aula». El aprovechamiento de un conocimiento adicional transmitido por el acervo cultural, operando transversalmente sobre el saber, permitiría establecer nuevas conexiones interdisciplinarias, necesarias para cultivar la habilidad del pensamiento crítico, apropiarse del valor de las artes y la cultura, aumentar las ganas de disfrutar con ellas, etc…todos ellos elementos que no parecen especialmente atractivos en el clima actual de la responsabilidad educativa, pero que actúan como conectores para el conocimiento.

Mucho se ha hablado también de opciones educativas y de tareas muy difíciles (Lingard et al., 2002), que no pueden referirse exclusivamente a la predisposición de entornos favorables y dispositivos seguros con los que ayudar a los alumnos y a los diferentes grupos sociales en los diversos «territorios», lo que les permitiría convertirse en actores conscientes de su propio proceso de aprendizaje. Los bienes culturales son algo más; pretenden ser un intento de búsqueda de respuestas sobre la naturaleza de la eficacia de las disciplinas docentes, tratando así de superar las barreras percibidas y reales en la «ciencia de la enseñanza».

En cualquier caso, dedicarse a la educación patrimonial parece ser un objetivo perseguido por todas las instituciones culturales para poder elaborar un programa dirigido a satisfacer las necesidades y deseos de los diversos grupos sociales y étnicos. Pero también para fomentar el liderazgo dentro de y fuera de las organizaciones y para responder directamente a las necesidades de las comunidades de referencia, que, aunque modificadas (Dodd, 2002), deben situarse en el centro del debate sobre el problema de su utilidad. Este aspecto ocupa un lugar clave en el proceso de asunción de la responsabilidad educativa por parte de los «profesionales de la cultura». Los museos se han dando cuenta de la necesidad de reformar su programación, desarrollando una oferta educativa que, si bien en algunos aspectos es muy flexible, no siempre se ajusta a la lógica de planificación de la didáctica. Ha llegado el momento de que las diferentes instituciones culturales entiendan la necesidad de enfatizar la importancia de su especificidad y de los sectores que representan, y de ofrecer la posibilidad de experimentar formas alternativas de adquisición de conocimiento y aprendizaje que, a través de los bienes culturales, resulten más comprometidas con el mundo. Nadie puede permanecer marginado o excluido de ciertos sistemas simbólicos de conocimiento mientras continúa yendo a la escuela. Esperemos que todas estas consideraciones logren estimular la reflexión sobre la naturaleza alfabética de los bienes como «lugares» para el aprendizaje.

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