Breve Historia de la Falsificación de Arte

Breve Historia de la Falsificación de Arte

Desde la antigüedad hasta el siglo XX, existía una absoluta confianza en la sabia opinión de los expertos y connoisseurs del arte, los únicos dotados con el conocimiento necesario para distinguir la verdad del mito, capaces de separar lo cierto del rumor y el engaño deliberado. Las tradiciones, las leyendas y las historias que rodeaban los objetos artísticos, a menudo transmitidas oralmente y sin medios de comprobar su veracidad, sacralizaban la forma en que la gente veía esos objetos.

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Antes de que existiera el estudio formal de la historia del arte, que se estableció como disciplina académica en la Alemania del siglo XIX, no había otra forma rigurosa por la cual alguien podía estampar la denominación de «experto» en su tarjeta de visita. Y mucho antes de que la investigación forense y el análisis de procedencias se aplicaran regularmente para determinar la autenticidad y la autoría, la creencia optimista y aleatoria sobre lo auténtico superaba la duda. La historia de la falsificación comienza en este escenario, en el que era muchísimo más fácil comerciar con falsificaciones de lo que puede ser hoy en día. Pero, si bien la era pre-moderna apenas disponía de armas para identificar objetos fraudulentos, la sospecha sobre falsificaciones era casi tan antigua como el arte mismo.

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Los antiguos griegos tuvieron un montón de problemas por culpa de las falsificaciones, se les acumulaba el trabajo con el tema. Como anécdota podemos mencionar al científico y matemático Arquímedes, que descubrió una corona de oro falsa, tal y como lo relató en su tratado sobre los cuerpos flotantes, gracias a la teoría acerca del desplazamiento del agua como una calculadora de densidad. La corona no poseía la misma densidad que tendría de haberse fabricado con una determinada cantidad de oro, con lo cual,  por lo que se descubrió, debía estar hecha de una mezcla de oro y un metal más ligero; su fabricante quedó así atrapado en un intento de engañar al rey Hiero II de Siracusa (210-216 a. C.). El famoso pintor griego Apeles y su colega el escultor Phidias – considerados durante el Renacimiento como los primeros maestros en sus respectivos medios artísticos – echaron una mano  (falsa) a sus protegidos, Protogenes y Agaracritus, firmando algunas obras de sus estudiantes por aquello de «parece como su propia obra, lo que les permite vender a los coleccionistas a un ritmo más alto».

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Cuando los romanos se enamoraron del arte helénico, después de aproximadamente el año 212 a.C., sus voraces adquisiciones fueron acompañados por una genuina preocupación por la autenticidad. Phaedrus escribió un verso sobre falsificaciones hechas por artistas romanos contemporáneos, para satisfacer la demanda de antigüedades griegas durante el reinado de Augusto. Las falsificaciones durante el antiguo Imperio Romano estaban orientadas en gran medida a crear nuevas obras, pero debían parecer vasijas y esculturas griegas más antiguas, con el fin de alimentar así el insaciable hambre de compra de objetos helénicos.

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Desde la caída de Roma en el siglo V hasta los albores del Renacimiento a comienzos del siglo XV, el fenómeno más visible sobre falsificaciones fue el de las reliquias y documentos religiosos. Estas falsificaciones incluían objetos de autenticidad cuestionable, como la Corona de Espinas, cuya veracidad uno debía asumir en la fe, igual que ha sucedido con todo aquello que, desde entonces, se ha demostrado que son falsificaciones, como el Sudario de Turín o la Donación De Constantino. La Corona de Espinas estaba entre las reliquias religiosas traídas de Tierra Santa en el año 238 por el rey Louis IX de Francia, más tarde llamado San Luís. Si este decolorado y seco enredo de zarzas fue venerado por decenas de emperadores bizantinos, incontables adoradores y un rey francés canonizado por ser la corona bíblica de espinas, ¿quién iba a ser el valiente de discutir su autenticidad? La fe en los objetos que tenían una historia plausible detrás de ellos era más que suficiente y, además, no había ser capaz de autentificar una obra de arte u objeto desde la pura racionalidad científica. Esto significaba que una gran cantidad de arte era atribuido de mala manera, inadvertida o intencionalmente. Paralelamente a las reliquias que fueron acompañadas por siglos de creencia sobre su autenticidad, existían innumerables fragmentos de hueso que los charlatanes afirmaban que habían estado dentro del cuerpo de varios santos. Algunos huesos de santos (en realidad, la mayoría), enjaulados en cristal de roca y relicarios de plata dorada, provenían realmente de toda clase de animales no racionales.

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En este período, a menudo referido como la Edad Media, hubo un frenazo en el crecimiento de colecciones de arte. Con gran parte de Europa desgarrada por la guerra, la desintegración del imperio y las plagas, las artes que se mantenían eran aquellas relacionadas con un alto valor intrínseco, como la joyería de oro y plata y la arquitectura. No cabe duda de que las falsificaciones seguían existiendo, pero era un trabajo relacionado más con los manuscritos iluminados y con la escultura religiosa. No fue hasta finales del siglo XIV cuando el arte y sus colecciones igualaron e incluso superaron el nivel alcanzado durante los tiempos del Imperio Romano.

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La producción y la colección de arte se intensificó durante el Renacimiento. A toda velocidad, desde aproximadamente el año 1390 hasta el 1600, el Renacimiento se caracterizó por la adulación hacia artistas específicos, cuando en eras pasadas se había tendido a admirar objetos y prestar poca atención a quienes los crearon – los artistas estaban considerados como artesanos de bajo nivel -. En ese período histórico se inició la recolección artística en el sentido moderno, con príncipes, papas, reyes y ricos comerciantes acumulando a destajo colecciones de arte y objetos culturales, pagando enormes sumas de dinero por las creaciones de artistas famosos, y compitiendo entre sí por obras particularmente deseables. El rey Francisco I de Francia escribió a sus artistas italianos favoritos – entre ellos Rafael, Leonardo, Miguel Ángel y Cellini – pidiéndoles cualquier trabajo suyo. La novedad es que se compraba cualquier cosa que hubiera pasado por las manos del artista favorito de turno. Francis (para los amigos) incluso quiso «proteger» a los artistas, invitándolos a vivir y trabajar en su corte en Francia (Rafael y Miguel Ángel pasaron del tema, pero Rosso Fiorentino y Leonardo aceptaron y vivieron durante largos períodos allí). Este creciente interés por los maestros reconocidos revalorizó el arte y condujo invariablemente a un aumento de las falsificaciones.

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La obsesión por la autenticidad se hizo más generalizada en el siglo XVII. Dicha obsesión no era sólo por las obras de arte, sino también por una preocupación más amplia sobre todo el espectro filosófico, de lo divino a lo humano, sobre la verdad. Esto se hizo evidente en una serie de libros ilustrados que identificaban los trucos de confesión conocidos y usados, con el fin de ​apelar  a la caridad cristiana: cómo un mendigo sano podía simular ser un veterano de guerra sin piernas, o cómo una anciana podría fingir una convulsión para atraer atención y caridad, mientras un cómplice metía la mano en los bolsillos de aquellos que se apresuraban a ayudarla. Al tiempo que se producía esta preocupación amplia sobre el engaño y la picaresca, el tema se hacía más obvio en el mundo del arte. Tal fue la preocupación del príncipe Johann Adam Andreas de Liechtenstein, reconocido coleccionista de arte, que colocó un sello en cada una de las obras de su colección, en señal de advertencia contra las falsificaciones de sus propias obras. El pintor Sebastien Bourdon (1616-1671) hizo carrera en París vendiendo cuadros pintados al estilo de artistas italianos contemporáneos. Una Madonna, a la que estampó la firma de «Annibale Carracci», se vendió en 500 soberanos, si bien, en realidad, Carracci nunca había firmado sus trabajos – un detalle en el que los expertos de aquel entonces no repararon -.

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Con la llegada de la industria y comercio, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, cuando los industriales estadounidenses amasaban fortunas desmesuradas, el objetivo era adquirir los adornos de la aristocracia de la que carecían y al precio que fuera (la familia Rothschild compró un título de baronet y, por tanto, se convirtió en nobleza). Existía una fuerte demanda de arte y dinero suficientes para comprarlo. Pero los coleccionistas a menudo confiaban en los agentes de campo a la hora de buscar los objetos que deseaban adquirir, abriendo el mercado para que las falsificaciones fueran adquiridas como originales, o para que las obras más que cuestionables fueran autentificadas por intermediarios. Los marchantes más vivos peinaban Europa para comprar «arte», mientras sus patrones enviaban sustanciosos cheques desde Chicago, Nueva York, Buenos Aires o incluso desde Tokio.

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La tradición de compra de los coleccionistas a través de la intermediación no era nada nuevo. En la antigua Roma, Cicerón había empleado agentes para que localizaran el arte griego que coleccionaba con entusiasmo. Artistas como Rubens y Velázquez fueron enviados a Italia para comprar obras en nombre de sus clientes. Pero este sistema fue particularmente avanzado durante la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, como hemos mencionado, agudizado, además, por el hecho de que una gran riqueza estaba en manos de coleccionistas estadounidenses que querían arte europeo a toda costa pero no tenían el conocimiento o el deseo de buscar obras, para adquirirlas, por tiendas dispersas, casas señoriales en ruinas, mercados y galerías de la Toscana, Swabia, Murcia o Borgoña.

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Este largo período, desde la antigüedad hasta el siglo XX, sentó las bases de la falsificación moderna. El fraude se caracterizaba por la fe en los objetos que tenían una historia plausible detrás de ellos, el concepto del valor del arte, los objetos culturales y la tradición, lo que viene a postular que, en el mundo del arte, la percepción es más importante que la verdad. Por otro lado, la autenticación del arte durante este período estaba en manos del connoisseur, amo y señor de la verdad, y no todos eran honrados. Actualmente, hay valientes expertos connoisseurs que aseguran que casi el 50% de las obras de arte antiguas expuestas en los museos de todo el mundo, incluidos los top 10, son en realidad falsificaciones.


 RECURSO:

Charney, N. (2011): The art of forgery. The minds, motives and methods of master forgers. Edic. Phaidon.

Foto principal: Huffington Post (México)

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2 comentarios en «Breve Historia de la Falsificación de Arte»

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