Breve Historia de la Economía de los Museos

Breve Historia de la Economía de los Museos

 

Desde su florecimiento en el siglo XVIII, los museos funcionaron con un modelo de financiación mixta. Por un lado, el gobierno les daba dinero, y por el otro, los ciudadanos privados los apoyaban a través de diversas formas de filantropía. Esta combinación permitió a los museos occidentales operar a partir de un bello concepto: deberían ser libres para todas las «personas estudiosas y curiosas» que fueran a visitarlos. El modelo mixto se acopló cómodamente a la razón subyacente por la cual los museos tenían un sentido social: el valor de sus colecciones era enriquecer y educar a los ciudadanos para que pudieran contribuir más a la sociedad y a la economía, y para aprender y compartir la cultura de su país. A medida que el capitalismo moderno reemplazó la noción histórica de riqueza basada en los derechos de la tierra fundamentados en la riqueza fiscal, el modelo se transformó: el estado y la sociedad se enriquecerían mutuamente al unir y fomentar las maravillas de la historia, la cultura, la naturaleza, el arte y la ciencia, creando grandes nuevas instituciones nacionales.

Todo este sistema se mantuvo durante mucho tiempo, hasta la década de 1970, cuando tanto el capitalismo en su conjunto como los modelos económicos de los museos comenzaron a transformarse, surgiendo una acuciante necesidad de consumismo. En el transcurso de esa década, apareció el modelo comercial moderno del museo. Esto fue posible gracias a que a medida que la economía global entraba en más de 40 años de estancamiento, el sector de los museos alcanzaba su mejor momento: el Rey Tutankamón (Tut) salió de Egipto y el mundo quiso verlo.

Primero, el Rey Tut marchó al Museo Británico en 1972, a donde más de 1,7 millones de personas fueron a visitarlo. En junio de 1974, con la amenaza de Watergate y la acusación sobre él, Richard Nixon firmó un acuerdo comercial bilateral pactado entre Henry Kissinger y el presidente Sadat de Egipto. Uno de sus términos era que el Rey Tut vendría a América. Dos años después, con Nixon desaparecido bajo la más oscura de las nubes, se logró.

La primera parada fue Washington, en la Galería Nacional de Arte, donde se entregaban las entradas por orden de llegada. Hicieron cola los 850.000 visitantes, durante hasta cuatro horas. Después viajó al Museo Field en Chicago. Las colas aumentaron: si comenzabas a hacerla al mediodía, no entrabas hasta las 7:00hs p.m. Cuando Tut se marchó a Nueva Orleans, LA, Seattle, el problema seguía repitiéndose: la demanda superaba la oferta, día tras día.

Finalmente llegó a Nueva York, y el entonces director del Thomas Hoving de The Met concluyó que era necesario hacer algo diferente. Si bien la entrada al museo era gratuita, se precisaba de un pase, comprado por adelantado con un pequeño cargo de servicio de Ticketron. Crucialmente, no era de admisión general: lo acoplaron a un intervalo de tiempo en el que se podía entrar. Esto ayudó a gestionar la extraordinaria demanda, con un pico irrepetible de interés público. Los visitantes se iban felices. Gastaban cantidades extraordinarias en las tiendas que iban surgiendo alrededor del museo. Muchos de estos visitantes ocasionales se hicieron miembros fijos.

Sin embargo, sin darse cuenta, la decisión que Hoving tomó para dividir el día en sesiones, a fin de administrar la demanda, conformó el presente económico de los museos occidentales, el gran desafío al que nos enfrentamos hoy.

En algún momento, en un período posterior a la llegada del niño rey a Estados Unidos, la noción de venta de entradas a través de máquinas arraigó en las exposiciones de museos del Reino Unido y se convirtió en algo muy diferente, ya que representaba, de facto, el modo habitual de administrar espectáculos pagados con entradas.

Este tipo de venta tienen sentido cuando la entrada es gratuita o cuando la demanda supera radicalmente la oferta. Si esto sucede, se obtiene el siguiente patrón de ventas:

La venta de entradas se acumula muy rápidamente en las dos o tres semanas previas al lanzamiento; después, tras las primeras semanas de la exposición en vivo, el inventario se agota. Esto se pudo comprobar con la exposición Pink Floyd en el V&A y con Hokusai en el Museo Británico, lo que demuestra que la única forma de entrar es unirse al plan de membresía del museo. Además, la gente compra el catálogo solamente por el hecho de poder decir que han estado allí – está prohibido hacerse selfies -, y eso también supone un éxito de taquilla. Como consecuencia, los directores financieros duermen bien por la noche; los directores de marketing pueden ir a casa pronto y ver a sus hijos; los jefes de exposiciones beben champán; todos felices, y el museo se siente bien.

Pero, amigos, la mayoría de las exposiciones no son éxitos de taquilla, ni mucho menos. A menudo, cuentan historias marginales, difíciles o menores, sobre temas alejados del conocimiento público. Realizan un bien público pero no satisfacen las necesidades y expectativas de todos los mortales – salvo las de los eruditos -. Así es justo como no debería ser, dejar de alimentar la economía sacrificando, además, el conocimiento en general.

Con la programación de exposiciones elitistas surgen pocos miembros nuevos, porque las entradas siempre están disponibles. Esto genera cierta incertidumbre: ¿Habremos impreso demasiados catálogos? ¿Deberíamos ejecutar la segunda fase de la campaña de marketing? Cuando los presupuestos de los museos no están bajo presión, este modelo pudiera resultar racional. Pero a medida que los costos aumentan, dentro de una economía débil, a medida que los fondos disminuyen en términos reales y el número total de visitantes al museo se estabiliza, la dependencia del éxito de las exposiciones aumenta dramáticamente.

Actualmente, en la era de la economía digital, las suscripciones son el modelo asesino, la base del mayor compromiso con la marca, pero se hacen de manera diferente. Para Netflix, Spotify, Amazon Prime, o la gama cada vez más diversificada de nuevos servicios de estilo de vida en el mercado, son un pequeño pago mensual, y no una gran suma global.

Si los museos se acoplasen a este modelo de suscripción mensual, ofreciendo contenidos renovados y de interés general, ¿qué sucedería?

Podrían plantearse tres escenarios:

En primer lugar, la audiencia se diversificaría. Pedir al público una suscripción baja es un compromiso mucho menor – un beso rápido en lugar de una relación a largo plazo -, y eso abriría nuevamente las instituciones culturales a una diversidad renovada de la sociedad.

En segundo lugar, al diversificarse la audiencia, se puede alcanzar un tipo diferente de escala. Entre una entrada cuyo precio fluctúa y una suscripción mensual con un precio sólido y confiable – en algunos lugares entre un vaso de cerveza y una copa grande de vino -, la membresía puede ser la mejor opción para mucha más gente. Esto puede aumentar radicalmente el tamaño de la base de membresía, lo que implicaría que los museos tuvieran que analizar realmente la dinámica fiscal de sus servicios. Las revistas vip y las salas para miembros, o los asientos premium para eventos y visitas previas exclusivas a las exposiciones, animarían a mucha gente. La asequibilidad real de la propuesta de membresía tendrá que cuestionarse a medida que el volumen vaya creciendo.

Por último, y de manera crítica, la dinámica de la oferta de programación pública del museo tendría que cambiar. Las tasas de abandono de membresías rondan el 70 por ciento, y deberíamos reconocer que pueden ir a más si no se produce un cambio en la programación que coincida con el del modelo de pagos.

Con el pago mensual, el proveedor de contenido debe demostrarle al socio que cada 30 días su dinero tiene valor. Dada la programación actual que existe en museos y galerías este modelo no funcionaría, ya que hoy en día se producen períodos «oscuros» para muchas exposiciones y eventos, meses seguidos sin abrirse al público. En estos casos, se reducen inevitablemente los picos de suscripciones de pagos anuales y las nuevas ventas decrecen.

Es muy probable que no sea posible continuar así. La configuración de la oferta de participación pública tiene que cambiar, con exposiciones que se ejecuten de extremo a extremo, sin períodos oscuros. Los eventos y la programación han de que mantener un ritmo constante que satisfaga las demandas de una audiencia que demanda algo nuevo cada mes para seguir pagando.

El nuevo modelo de pagos mensuales de membresía ofrece la posibilidad de una realineación sutil, pero radical, de lo que implica ser un museo. Ayudaría a redefinir la institución del siglo XXI en un mundo siempre activo y renovador. La forzaría a estar viva, todos los días, y la abriría a una audiencia a la que probablemente el museo puede parecer distante.


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