La transición desde los modelos de transmisión positivistas en la teoría de la comunicación y el aprendizaje a modelos que «reconocen a las personas como activas en dar sentido a los entornos sociales», como señala Hooper-Greenhill (1994, p. 71), es parte de una postura posmoderna más amplia, que valora la realidad como plural y relativa, como una construcción social sujeta a cambios.
Para los museos, esto significa conceptualizar a los visitantes como participantes en la creación de significado, como actores en los procesos de comunicación y aprendizaje planificados en ellos. En términos de experiencia real, la figura del visitante se entiende como aquella que permite que el espacio del museo, la arquitectura y los objetos se comuniquen, sean habitados, asuman valor. El público actúa como «el mecanismo» que permite desarrollar significado a través de su movimiento, vinculando elementos que siguen factores personales, sociales y físicos. Si bien el museo se comporta como medio, el visitante es el activador de la comunicación, a través de un proceso de selección, recepción y regeneración de ideas.
Pero además, el proceso de comunicación del museo no debe limitarse a las exposiciones, ya que no sólo los objetos o medios audiovisuales, sino todos los estímulos sensoriales de la visita al museo – desde la acogida y la orientación del edificio, la tienda y las propias exposiciones – pasan a formar parte de la experiencia comunicacional de cada visita (Hooper-Greenhill, 1994). Esta visión, que parece valiosa en términos de marca y marketing, también lo es para comprender la interconexión de diferentes elementos como parte de una experiencia de comunicación. Desde esta perspectiva, la dimensión vivida en la visita juega un papel fundamental en todas las tipologías de museos, permitiendo al visitante seleccionar y componer elementos que construirán una experiencia personal e individual.
Como señala Michelle Henning (2006), uno de los límites de las teorías de la comunicación aplicadas a los museos es la tendencia a centrarse en la información y no dar cuenta del atractivo experiencial y afectivo de los museos y sus exposiciones. A partir de estas teorías, los objetos materiales se tratan como «instancias concretas de un esquema abstracto» (Henning, 2006, pag. 71), mientras que las exposiciones experimentadas en términos físicos – a través de las actividades y sensaciones que pretenden involucrar a sus visitantes – podrían constituir una parte importante de la experiencia del museo junto con mensajes más explícitos. Es evidente que el aspecto material de los museos parece distinguirlos de otros medios, ya que estos últimos «separan objetos, escenas, personas de un lugar fijo en el tiempo y el espacio y les permiten circular como múltiples realidades» (Henning, 2006, p. 71).
Los museos tradicionales ciertamente han priorizado «objetos, permanencia y [lo] único» y, en tales contextos, los medios pudiera parecer que amenazan el aura de los objetos originales. Sin embargo, hoy en día los museos se están volviendo cada vez más mediáticos, acercando los objetos al visitante a través de reconstrucciones y el uso de nuevas soluciones, compartiendo con otros medios una función distinta de registro y almacenamiento, para traer el pasado al presente y preservar las huellas de la cultura. Como menciona Henning (2006), la historia del museo moderno se corresponde cronológicamente con la historia de los medios de grabación.
Pero ¿qué es característico del medio museístico en términos de experiencia del visitante? Eilean Hooper-Greenhill (1994) destaca la inmensa ventaja de los museos para facilitar la comunicación en los medios de masas, así como el diálogo «natural» cara a cara con los guías, el personal y entre los visitantes. Stephen Weil (2002) amplía aún más este punto de vista, recordándonos la «informalidad relativa» del contexto del museo, donde las reglas de conducta se han moderado para que la experiencia del visitante sea más placentera. Esto es algo que los museos parecen compartir con la televisión que, habiéndose convertido en parte de nuestra vida cotidiana, suscita el diálogo, la escucha, el cuestionamiento, el zapping – en otras palabras, el compromiso y la selección – como un medio integrado a un «hábitat» del que no debemos salir, se podría decir, cuando termine el programa. En su seminario de 1967, Marshall McLuhan lo explicaba claramente: «mientras que el museo tradicional es un derivado de la impresión, exclusivamente lineal y visual, separado del entorno y que excluye cualquier posibilidad de compromiso sensorial, el museo del futuro tiene el potencial de convertirse en un medio frío – similar a la televisión – multisensorial y que requiere la participación activa del sujeto. El museo ‘lineal’ daría paso así a un ejercicio de percepción, en eso podría enfocarse el mundo del museo» (McLuhan, 2008, pag. 40). Para McLuhan, ese «mundo del museo» no coincide con el espacio visual.
Los verdaderos artefactos producidos por el Hombre crean ambientes y no simplemente objetos dentro de tales ambientes. Por diferentes motivos, biológicos o fisiológicos, las personas no perciben ambientes sino sólo el contenido de dichos ambientes (Deloche y Mairesse, 2008, p. 48).
En esta línea de pensamiento, el museo se convierte en un contexto para la práctica social, un entorno vivo y sensorial donde, en virtud de sus colecciones, medios y dimensión espacial, se puede vivir una gran variedad de experiencias sensoriales con distintas formas participativas.
Como afirman John Falk y Lynn Dierking en «The Museum Experience», en la teoría del aprendizaje, el papel del compromiso físico a menudo se ha olvidado de manera análoga.
Las personas aprenden dentro de entornos que son a la vez construcciones físicas y psicológicas. La luz, el ambiente, la «sensación» e incluso el olor de un entorno influyen en el aprendizaje (…) Las experiencias más difíciles de verbalizar pueden ser las más fáciles de recordar. Por esta razón, el papel del contexto físico sobre el aprendizaje ha sido uno de los aspectos más descuidados del aprendizaje (Falk y Dierking, 1992, pag. 100).
En su Modelo Contextual de Aprendizaje, éste se entiende como una sucesión activa de asimilación de información con igual grado de atención a la influencia de los contextos personal, social y físico. El aprendizaje es interpretado por estos autores como un proceso de «libre elección», en el que el alumno puede elegir qué, por qué, dónde, cuándo y cómo aprenderá. Para que suceda continuamente puede producirse en cualquier contexto, formal o informal. La intención de Falk y Dierking (1992) es presentar una imagen más completa de la experiencia total del museo del visitante, reconociendo variables de motivación, creencias, actitudes inherentes al contexto personal, así como influencias de los contextos social y físico, ya sea consciente o no.
Cada uno de estos contextos es construido continuamente por el visitante y la interacción crea la experiencia del mismo.
Según estos autores, el lugar donde uno se encuentra tiene un enorme impacto en cómo, qué y cuánto se aprende, y esto debería empujar a los profesionales de los museos a centrar sus esfuerzos en la creación de un entorno en el que el visitante «se convierta en parte de un conjunto continuo de contextos que se refuerzan mutuamente» (Falk y Dierking, 1992, p. 130).
Tal perspectiva, respaldada por la Psicología Ambiental, reconecta con la teoría del flujo de Mihaly Csikszentmihalyi (1996), según la cual el compromiso físico y su naturaleza exploratoria pueden contribuir a proporcionar al visitante una sensación de estar libre de preocupaciones, de sentirse competente y con el control, para encontrar tareas adecuadas a las capacidades personales y obtener retroalimentación del entorno (Falk y Dierking, 2002). En otras palabras, al trabajar los aspectos físicos y la experiencia vivida, el museo puede generar un ambiente para el aprendizaje y la creatividad, permitiendo a los visitantes recordar más, disfrutar más y hacer que la visita sea relevante para sus habilidades y conocimientos.
Atender a los factores físicos y experienciales también responde a modelos de aprendizaje, como recoge la teoría del aprendizaje experiencial y los estilos de aprendizaje de David Kolb (1984), o la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner (2011). En la teoría de Kolb, el aprendizaje se basa en la experiencia concreta, el primer paso de un proceso cíclico que permite desgranar reflexiones y observaciones en conceptos abstractos y volver a aplicarlos en contextos concretos. También identifica diferentes estilos de aprendizaje, distinguidos dentro de un escenario de formas de compromiso con el mundo exterior, subrayando la variedad de enfoques personales de interpretación y un equilibrio variable entre observar y hacer, pensar y sentir, en el proceso de captar y transformar la experiencia. La teoría de Gardner (2011), en línea con tal pensamiento, identifica siete formas de inteligencia, entre las cuales está la visoespacial, la corporal-kinestésica y la musical, presentando cualidades sensoriales y espacialmente definidas pero particularmente distintas. Como lo resumen con precisión Falk y Dierking, «el aprendizaje y la memoria son subjetivos y están influenciados por el contexto» (1992, pag. 112).
Estas perspectivas también tienen un fuerte eco en el reciente desarrollo del enfoque constructivista en la práctica museística. Tal y como expresa George Hein (1998) en su libro «El papel educativo del museo», el constructivismo reconoce que tanto el conocimiento como la forma en que se obtiene dependen de los alumnos. Hein invita a los practicantes a reflexionar: ¿Qué se hace para reconocer que el conocimiento se construye en la mente del aprendiz? ¿Cómo se activa el aprendizaje y cómo se diseña el entorno para que sea accesible? Fomenta una perspectiva coherente con las teorías de aprendizaje de Howard Gardner y David Kolb y reconoce firmemente el papel del lugar, la arquitectura y la atmósfera en los procesos de aprendizaje, declarando que los espacios de los museos a menudo están «diseñados con poca preocupación por las necesidades de privacidad y comodidad de los visitantes con el fin de aprender» (Hein, 1998). En su opinión, el museo constructivista debería incluir, al menos, algunos espacios como «escenarios para actividades relajadas y comprometidas que pueden tomar tiempo y en las que los visitantes se sientan seguros» (Hein, 1998).
En este marco teórico, los estudios de psicología ambiental, como los reunidos en dos significativas colecciones de ensayos – «Public Institutions for Personal Learning» de Falk y Dierking (1995) y la revista interdisciplinaria «Environment and Behavior» (1993) – constituyen una importante base de conocimiento para comprender las conexiones entre el aprendizaje y el entorno. En su primera publicación, Alan Hedge (1995) explora los «factores humanos» de la visita al museo, haciendo referencia a la teoría de la motivación intrínseca de Csikszentmihalyi, entendiendo el «flujo» como una confluencia de procesos mentales y físicos que producen experiencias óptimas. Sugiere que los contextos deben diseñarse para proporcionar los requisitos básicos del flujo: propósito, atención, desafío, participación, retroalimentación, inmersión, control y sentido del tiempo. Marilyn G. Hood (1993) analiza las características «psicográficas» – actitudes, valores y concepto de sí mismo – explorando cómo se relacionan con los elementos ambientales, que ella define como los factores de «comodidad y cuidado» de los museos. Sin embargo, particularmente importante es el libro «Learning and the Physical Environment» (1995), en el que Gary Evans, psicóloga ambiental y del desarrollo, identifica seis vínculos entre los entornos físicos y los procesos psicológicos: fatiga cognitiva, distracción, motivación, afecto emocional, ansiedad y comunicación. Contribuyendo al estudio de la experiencia holística del visitante, y haciendo referencia al análisis igualmente significativo de Stephen Kaplan (1993) sobre el museo como un entorno restaurador, Evans reformula el museo no solo como un escenario intelectual, social y emocional, sino como una entidad física funcional para el estimulación de los procesos de reflexión y aprendizaje.
En pleno reconocimiento a estos estudios, que invitan a los practicantes a ubicar compromiso físico no simplemente en los niveles más bajos de Maslow (1970) – pirámide de necesidades básicas – sino en sus diferentes pasos en la búsqueda de satisfacción , la teoría constructivista de Hein sitúa al visitante y al contexto del museo en el centro de un sistema de aprendizaje interactivo. En otras palabras, el museo se ubica entre el pasado y el presente, entre el conocimiento desarrollado y el conocimiento por crear, y el punto de unión es el ser multisensorial del visitante.
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Fotografía: Wired: Scary Fun: A 27,000-Square-Foot Hammock Hung 6 Stories High.
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