Es interesante reflexionar, en ocasiones, acerca de conceptos relacionados con los diferentes tipos de jerarquía espacial y con los efectos positivos y negativos que pueden tener los edificios de los museos en las experiencias de los visitantes. La cuestión sobre lo que realmente se considera un buen diseño espacial debe valorarse desde diferentes perspectivas, algunas muy complejas. El diseño del espacio museístico juega, indiscutiblemente, un papel fundamental en las experiencias del público. El exceso, el equilibrio o la «ausencia» son conceptos que manejamos cuando hablamos del modo de experimentar las exposiciones de nuestros museos. El denominador común en todos los análisis parece ser el equilibrio.
Entendemos que se produce un desequilibrio en el espacio del museo cuando los dos niveles de experiencia, el informativo y el espacial, no pueden funcionar por igual. En los casos en los que existe muy poca información, la sensación de ser absorbido por la exposición, así como la reflexión consciente sobre lo representado, se vuelve bastante inestable. Del mismo modo, cuando perdemos el rumbo dentro de una exposición, se esfuma ese estado de fluir experiencial, tal vez ilusorio, porque la tarea de encontrar la ruta lo interrumpe. En ambos casos, todo esto ocurre porque a los visitantes les falta algún tipo de orientación espacial o informativa. También el diseño espacial puede causar molestias cuando se percibe que eclipsa una exposición. En un artículo sobre arquitectura de museos de arte, Nick Stanley reconoce que el espacio no puede separarse de su contenido pero, al mismo tiempo, critica el impacto que la arquitectura y el diseño espacial llegan a tener en los museos y exposiciones, así como en los visitantes y en sus percepciones sobre las colecciones expuestas. Stanley lo describe así: «las consecuencias de permitir que los arquitectos y otros diseñadores roben el espectáculo, para distraernos constantemente de los objetos que justifican nuestra visita», y cuestiona el alcance de la «manipulación» que él encuentra como causa en la arquitectura del museo. Argumenta además que, a menos que los roles y las interrelaciones entre el diseñador/a y el museólogo/a sean completamente reevaluados y deliberados, «seguirá existiendo el peligro constante de que las características arquitectónicas lleguen a sustituir la teoría y el diseño de exposiciones, viéndonos limitados por la visión del arquitecto» (esto ocurre con demasiada frecuencia). Según Stanley se trata de evitar que los futuros edificios de nuestros museos «roben el protagonismo», por así decirlo.
Sin embargo, no es el único en abordar el tema de la arquitectura del museo frente a sus contenidos; otros autores, sugieren que la relación entre las prácticas de los museos y la arquitectura de los museos contemporáneos está cambiando. Pero Stanley no solo se enfoca en la arquitectura destinada específicamente a funcionar como museo. También hace alusión a edificios museísticos que, como el Centrale Montemartini, han tenido otras funciones anteriores; se refiere, principalmente, a la Tate Modern, y hace alguna reflexión sobre el Musée d’Orsay. La utilización de edificios existentes como museos no es un fenómeno nuevo pero, según Stanley, «el uso anterior sigue interfiriendo en la experiencia del museo». En otras palabras, Stanley cree que el diseño exterior e interior de la Tate Modern y El Musée d’Orsay domina las exposiciones como tales, así como las impresiones que los visitantes reciben de ellas. Teniendo en cuenta el cuestionamiento de Stanley sobre la manipulación y la interferencia – con relación a la arquitectura del museo -, es relevante considerar Centrale Montemartini y el MAXXI, este último con una misión articulada para unificar arte y arquitectura. Stanley parece suponer que los visitantes acuden a ciertos museos únicamente para observar los objetos que contiene, sin ningún interés particular por el edificio en el que se exhiben. Pero esta es una cuestión de interés y motivación individual. Como hemos comentado con relación al MAXXI, el edificio del museo bien podría considerarse tan interesante y atractivo como las exposiciones que alberga. En Centrale Montemartini, el diseño espacial y los elementos industriales son los que transforman la exposición de las colecciones antiguas en algo más que una exhibición de arte clásico convencional. En consecuencia, no siempre son los objetos los que hacen que la exposición sea interesante, ni la arquitectura la que eclipsa las exhibiciones, pero pueden muy bien realzarlas usando el equilibrio. Museos como el MAXXI o los Museos Guggenheim de Nueva York y Bilbao probablemente no atraerían a un público tan numeroso si no fuera por su arquitectura. Si bien la preocupación de Stanley es relevante en muchos casos, otros ejemplos nos muestran que el diseño arquitectónico puede cumplir una función muy importante, tanto en términos de experiencias de los visitantes sobre las exposiciones como de atracción del público en general.
Stanley utiliza la palabra «manipulación». El tono negativo del término, se sugiere, podría redefinirse como estrategias para corresponder más adecuadamente al concepto al que Stanley parece referirse. El diseño de museos y exposiciones se basa, en gran medida, en prácticas y códigos que permiten guiar a los visitantes y producir una comunicación comprensible. Esto no es solo una cuestión de arquitectura; también tiene que ver con las colecciones. Las exposiciones se organizan de formas determinadas para que los visitantes les den sentido. Es bien conocido, dentro de la museología, que las exposiciones resultan de selecciones hechas por curadores/as, museólogos/as y museógrafos/as y que las exhibiciones están diseñadas de acuerdo con su intención específica. Uno puede optar por considerar esto como un problema o como parte de la práctica museológica pero, al menos, se puede establecer que los museos son manipuladores por definición; viene con el género. Así pues, los profesionales de los museos, los productores de exposiciones y los curadores son «manipuladores» en su trabajo. Por ello, afirmar que la arquitectura y el diseño espacial son intrínsecamente manipuladores, sin considerar la práctica del museo en general, nos crea un problema.
En cuanto al espacio del museo desde una perspectiva histórica, las estrategias espaciales ciertamente han sido un método para guiar a los visitantes en direcciones específicas, tanto física como socialmente. La revisión de la historia del museo de Tony Bennett describe el museo como «una institución de control y poder en relación con la arquitectura y el diseño espacial», pero desde una óptica ligeramente diferente a la mencionada anteriormente. Bennett afirma que cuando los museos se volvieron más accesibles al público en el siglo XIX, como un acto de democratización, su arquitectura también se transformó. A medida que aumentaba el número de visitantes y comenzaban a incluirse ciudadanos de clase trabajadora, creció la necesidad de supervisión, ya que la aglomeración provocaba temor frente al riesgo de robo y vandalismo. Los espacios se volvieron abiertos, voluminosos y transparentes, parecidos a galerías y grandes almacenes, a fin de que los visitantes pudieran contemplar los objetos en las exposiciones y relacionarlos entre sí. El público se autocontroló, y el resultado fue la vigilancia a través del diseño espacial. Esto implicaba también educar a los ciudadanos de clase trabajadora, ya que podían contemplar arte sofisticado y, al mismo tiempo, observar a la burguesía y aprender a comportarse y vestirse de acuerdo con los estándares de los ciudadanos de clase media y alta, tanto dentro como fuera de los museos (dice Bennett). El museo, argumenta Bennett, se utilizó con ánimos políticos para gestionar al público en un intento de poner orden en la sociedad.
Aunque este tipo particular, y muy discutible, de visión política en la gestión social podría no parecer tan importante en los museos de hoy, el uso de la manipulación espacial, o de otro tipo, para lograr un objetivo – como hacer que los visitantes se comporten, se muevan y experimenten de cierta manera – sigue siendo relevante en otros aspectos. En los museos en general, los comportamientos rituales que Carol Duncan analiza en su libro son inducidos por las condiciones que representa el concepto de museo: «Como la mayoría de los espacios rituales, el espacio del museo está cuidadosamente delimitado y culturalmente designado como reservado para una calidad especial de atención, en este caso, para la contemplación y el aprendizaje. También se espera que uno se comporte con cierto decoro». Pero no se refiere simplemente a la arquitectura como tal; habla de los edificios de los museos que, al menos históricamente, tendieron a ser monumentales y tipo templo, argumentando que esta ritualidad no se restringe a factores arquitectónicos. Duncan alude al concepto amplio de museo, siguiendo a los visitantes desde la entrada hasta la salida.
La definición de competencia de género de Anne Eriksen incluye un tipo similar de aspecto conductual. Según ella, los visitantes son conscientes de las condiciones del museo, y este conocimiento se convierte en parte de su experiencia en él. Conocen las circunstancias y siguen las reglas, a menudo tácitas, de comportamiento en el museo. Sería adecuado, entonces, suponer que las expectativas sobre dicho comportamiento no son generadas únicamente por la atmósfera del museo, incluso cuando tiene un efecto significativo, como enfatiza Duncan; también son traídos allí por los visitantes. Aún así, las expectativas del público probablemente han sido inducidas por un museo en algún punto inicial. Quizás esta competencia sea el resultado de una combinación de ideas al observar el comportamiento de otros visitantes y, por lo tanto, de aprender qué esperar o cómo comportarse, y reconocer la atmósfera de ese museo en particular para adaptarse a ella. Cabría suponer que esta experiencia será recordada en la próxima visita al museo y en la siguiente, y eventualmente se formará una idea sobre el comportamiento correcto dentro del museo.
Según Eriksen, no es solo el factor de comportamiento lo que da forma a la competencia de género en este caso, sino también el conocimiento de lo que abarca un museo además de los espacios de exposición – cafés, tiendas de museos, guardarropas y baños -. Estas instalaciones suelen incorporarse a los museos y convertirse en parte del género museístico. Ser competente en dicho género, en este contexto, significa ser consciente de lo que es un «museo» en general, reconociendo sus componentes significantes cuando se confronta con ellos. Aunque no todos los visitantes puedan tener competencia en el género, suponemos que la mayoría sí, por lo que no debe juzgarse mal su capacidad para reconocer las condiciones de las estrategias y prácticas de nuestros museos.
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