Desde hace algún tiempo, los sitios patrimoniales han sido reconocidos como «espacios informales» de aprendizaje y lugares privilegiados para conservar una memoria permanente. Los museos, en concreto, generalmente se consideran instituciones que recolectan, almacenan y exhiben colecciones de objetos, documentos, etc., que implican investigaciones e información peculiar, y atestiguan y celebran el sentido de la existencia humana. La rica variedad tipológica de los bienes (arte, historia, ciencia y tecnología, antropología, historia natural, etc.) conlleva, sin embargo, una diversidad de expresiones, actividades y dimensiones ligadas a la posición que ocupan con respecto a los territorios y la cultura, cuyo carácter exploratorio es el punto de partida para cualquier reflexión sobre las oportunidades de uso que se ofrecen a los usuarios para cada categoría de bien considerada.
Durante las últimas tres décadas, la educación en patrimonio cultural ha experimentado un enorme desarrollo que ha ido cambiando, progresivamente, nuestra manera de entenderla (Mayrand, 1985). Actualmente, la atención académica está centrada, principalmente, en el potencial «democratizante» del patrimonio cultural, como fuerza positiva en lo social. Este reconocimiento social constituye la evidencia de la aceptación y el intercambio por parte de la comunidad sobre el principio de acceso extendido a todos. Sin embargo, aunque se ha prestado una atención crítica a las transformaciones en este campo, la investigación demuestra que este potencial aún no puede considerarse plenamente realizado. De hecho, si bien las estadísticas de visitantes de museos, yacimientos arqueológicos, etc., tienden a indicar que la visita se ha convertido en una actividad masiva, en realidad dicha asistencia afecta a poblaciones de visitantes de cultura media-alta (Nuzzaci, 2004a, 2004b; Bennett y Frow, 1991; Hooper-Greenhill, 1988; McCarthy, 1990; Merriman, 1991; Merriman, 1992).
Según Bennett (1995), estos datos sugieren la presencia de una contradicción constante y profunda que persiste en la sociedad actual con relación al choque entre una concepción del bien cultural como algo público – considerándose un beneficio para todos los ciudadanos – que posee un impacto didáctico para los estratos sociales más débiles de la población. Por tanto, el surgimiento de nuevos enfoques educativos de los bienes ha desafiado las concepciones de una «pedagogía patrimonial» tradicional (Hooper-Greenhill, 1999), generando muchos desacuerdos internos, a diferentes niveles, entre quienes lo abordan. Todavía se escuchan opiniones que han quedado ya obsoletas en la práctica. Algunos expertos en patrimonio están convencidos de que, al igual que ha sucedido con el arte, el momento del acercamiento del usuario al bien debe vivirse con una actitud de respeto, más que de comprensión. Sin embargo, otros creen que el encuentro con el bien cultural ha de producirse de una manera sumamente atractiva y divertida, y que las instituciones tienen como principal tarea promover su amplio acceso (accesibilidad del conocimiento) a través de actividades recreativas específicas. Además de los obvios contrastes internos, existe un importante cuerpo de investigación en el sector que identifica grupos de factores vinculados al «poder y estatus» que, en realidad, obstaculizarían la evolución de ideas relacionadas con la «capacidad de formación» del bien cultural y su uso. Hablamos de factores que tienen que ver con el sentido común sobre veneración, la contemplación estética (Adams, 1990; Hooper-Greenhill, 1996; Merriman, 1991), la autoridad (Harper, 1990; Heumann Gurian, 1991; Hooper-Greenhill, 1997), las divisiones de clase entre el potencial personal y público (Harper, 1990; Rice, 1988) o las interpretaciones relacionadas con la pasividad intelectual, el conformismo y el desinterés (Geddes, 1990; Horne, 1984; McCarthy, 1990; Bennett, 1995; Bennett y Frow, 1991; Durbin, 1996). Simplificando el problema, podemos limitarnos a señalar que, más allá de las distintas posiciones a favor y en contra de una educación «fuerte» y «significativa» sobre el patrimonio cultural – en términos de aprendizaje -, con el tiempo, la incapacidad de las diversas instituciones culturales y museos para la resolución de estos problemas – vinculados gradualmente a motivaciones muy diferentes – ha llevado a un verdadero «estancamiento». Un estancamiento caracterizado por la persistencia de modestas variaciones en los procesos y productos educativos, en los que, sin embargo, se reconoce la importancia de definir formas y categorías de actividades que activen procedimientos innovadores para estudiar la relación entre la construcción del conocimiento, la cultura y el territorio. Desafortunadamente, a pesar de los esfuerzos, muchas propuestas educativas todavía están ligadas a viejos patrones de pensamiento y lenguaje (Mathewson, 2003; 2008).
La educación en patrimonio cultural y museístico ha realizado, por tanto, numerosas acciones para tratar de superar estas concepciones preconcebidas y abordar cuestiones espinosas relacionadas con la accesibilidad del conocimiento, en el sentido del «acercamiento al uso» como derecho cultural (Nuzzaci, 2007; 2020). El debate actual pone de relieve cómo la ampliación del sector de público cultural concierne a todas las categorías de personas, quienes, a diferentes niveles, pueden convertirse en «visitantes del patrimonio» y ser capaces de utilizar y dar sentido tanto a los contextos museísticos y culturales como a los activos, cuyo compromiso interpretativo depende, en todo caso, de la posesión de habilidades específicas, generales y disciplinarias (Anderson, 1997; Hooper-Greenhill, 2000; Housen y Duke, 1998; Mitchell, 1996; Sheppard, 1993; Stapp, 1984).
En este contexto, el aprendizaje universal realmente se presenta como un proceso complejo, más que como un resultado, que facilita la interpretación de un modelo de asimilación exploratorio, grande y multicapa. Desde el punto de vista postestructuralista, está claro que la introducción del concepto de «capacidad del visitante» conlleva también la habilidad de decodificar la textualidad e intertextualidad (Roberts, 1997; Silverman, 1995) del bien cultural, a partir de cuyo análisis se han iniciado estudios en los que se habla de este último como «texto cultural» y del público como «lector». La principal capacidad de ese público reside en la habilidad de percibir y comprender los significados y de emprender un camino de lectura / transacción / interpretación que lo lleve a sustentar, con vivencias personales, el diálogo con el patrimonio. Esto provocaria pasar de ser consumidor pasivo a convertirse en fabricante y productor activo de significados individuales y sociales; es decir, el usuario/a debería:
- Activar los prerrequisitos y conectar las experiencias previas ya adquiridas.
- Definir los propósitos de la «lectura».
- Gestionar y asimilar los significados.
- Identificar y decodificar componentes y estructuras del bien cultural.
- Conceptualizar, es decir, leer las características fundamentales y constitutivas del activo cultural.
- Observar el entorno, los contextos, las relaciones, las situaciones, las ideas transmitidas, etc.
- Preguntarse por el beneficio.
- Identificar y comprender cuándo y por qué una interpretación menor o mayor esta determinada por la diferencia entre un «experto», «novato» y alguien con una capacidad de lectura «pobre».
- Aclarar el tipo de uso y la estrategia correctiva activada, cuando sea necesario, dentro de una acción interpretativa específica.
- Reflexionar y aplicar el nuevo significado asumido a nuevas situaciones.
Es necesario poder decodificar, invertir en hechos significativos y comprender que los «textos y contextos» no pueden separarse del mundo social, cultural y político al que se refieren articulándose operaciones cognitivas. En el ámbito escolar, por ejemplo, la combinación de diferentes textos y multitexto de los que los activos son portadores puede servir para animar a los alumnos a realizar transferencias de aprendizaje en determinadas tareas; y esto presupone, la conclusiónde los objetivos de aprendizaje a través de una adecuada mediación basada en:
- Normas específicas de comunicación.
- Estrategias capaces de activar la experiencia de los sujetos y su experiencia («puntos fuertes»).
- Relaciones destinadas a reducir la asimetría de las relaciones de las personas con contextos determinados.
Estos tres elementos pueden considerarse condición esencial para contribuir a una correcta mediación a través del «bien» a construir. Y viene determinada por una ciudadanía activa constituida por todos los sujetos, sin excepción, mediante la nivelación de una «participación guiada» (Rogoff y Lave, 1990), y promoviendo el diálogo y las relaciones entre instituciones culturales, escuelas y comunidades. Pero tampoco es solo eso…
Se sabe que la organización de eventos de alfabetización basados en el patrimonio cultural reclama el mejor uso de los recursos intelectuales de estudiantes y docentes de manera dinámica y divertida. De esta manera, se ayuda a relanzar programas escolares, cada vez más completos y útiles, promoviendo propuestas culturales efectivas (Alloway et al., 2002; Lingard et al., 2002) y renovando continuamente sus prácticas y herramientas, especialmente las curriculares. Se ha trabajado mucho, en este sentido, para que todos los estudiantes tengan realmente las mismas oportunidades y logren resultados escolares adecuados; y todo ello, con la esperanza de que la formación guíe a los implicados hacia la excelencia con altas posibilidades de éxito futuro para todos. Por tanto, las reformas escolares que han seguido desde la década de los sesenta en adelante, han apoyado, de diferentes maneras, la necesidad de incrementar la calidad de las experiencias educativas mediante el uso de recursos de contextos de aprendizaje informal, como museos, zoológicos, jardines botánicos, bibliotecas, etc., ampliando el abanico de posibilidades para que los estudiantes adquieran nuevos aprendizajes y modifiquen sus percepciones sobre una realidad que está «fuera del aula». Últimamente, la investigación ha demostrado las grandes ventajas a la hora de enriquecer las experiencias educativas de los estudiantes. Se han aprovechado las formas adicionales de conocimiento que transmite el patrimonio cultural, el cual, operando de manera transversal sobre dicho conocimiento, logra el establecimiento de nuevas conexiones interdisciplinarias. Estás, permitirían cultivar la capacidad de tener pensamiento crítico, apropiarse del valor de las artes y la cultura, incrementar el deseo de disfrutar aprendiendo, etc. Todos estos son componentes que no parecen particularmente atractivos en el actual clima de rigidez educativa, pero que siguen actuando como conectores con el conocimiento.
En cualquiera de los casos, la participación en la educación patrimonial parece ser un objetivo perseguido por todas las instituciones culturales para poder preparar un programa dirigido a satisfacer las necesidades y deseos de los diversos grupos sociales y étnicos. Se fomenta así el liderazgo dentro de organizaciones externas y permite responder directamente a las necesidades de las comunidades de referencia, las cuales, aunque modificadas (Dodd, 2002), deben ubicarse en el centro del debate sobre el problema del uso. Este es un aspecto que ocupa un lugar clave en el proceso de toma de responsabilidad educativa de los «profesionales de la cultura». Por ello, los museos, por ejemplo, están descubriendo hoy la necesidad de reformar su programación, desarrollando una oferta educativa que, si bien de alguna manera resulta muy flexible, no siempre se ajusta a la lógica de planificación de la instrucción. Ha llegado el momento en que las diferentes instituciones culturales comprendan la necesidad de enfatizar sobre la importancia de su especificidad y de los sectores que representan, así como de ofrecer la posibilidad a todos los individuos de experimentar con formas alternativas de conocimiento y aprendizaje que, a través de los bienes culturales, se vuelven más conscientemente comprometidos con el mundo. Hablamos de un pasaje conceptual que resalta cómo uno puede seguir estando marginado o excluido de ciertos sistemas simbólicos de conocimiento mientras continúa yendo a la escuela. Estas consideraciones estimulan la reflexión sobre la naturaleza didáctica de los bienes culturales como «lugares» de aprendizaje.
Como resumen final, queremos recalcar que un uso diversificado de los recursos culturales conduce a la adopción de prácticas educativas más equilibradas (Baumann y Ivey, 1997) que fomentan auténticas experiencias de alfabetización para los estudiantes. Es así como éstos entran en contacto con formas de enseñanza que les permiten estar «verdaderamente informados». Sin embargo, es igualmente cierto que las prácticas de alfabetización muchas veces se ven empañadas por políticas educativas que buscan relegarlas al nivel de la lectura y de la decodificación de la palabra, con guiones y procedimientos que se enseñan solo en el aula. Si se logra traspasar las fronteras convencionales del aprendizaje, la alfabetización museística podría garantizar a los profesores formas más adecuadas de desarrollar las mejores prácticas de enseñanza bajo la conformidad de las normas, necesidades y objetivos de las escuelas en las que operan.
Consultas: info@evemuseos.com
Recurso:
Antonella Nuzzaci (2020): «Symbolic Mediation» in Alphabetical Processes: Cultural Heritages, Territories and Multiliteracies. Open Journal of Social Sciences, 8, 475-503.
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