El diseño de la experiencia museística ha ido evolucionando en las últimas décadas como respuesta a los vertiginosos cambios sociales y tecnológicos que se están produciendo en el mundo. Son cambios importantes, y los seguirá habiendo. Recordemos los tiempos, no muy lejanos, de aquellos primeros experimentos en el diseño de la experiencia digital aplicada a la museografía. Por lo general, se trataba de estaciones de trabajo sencillas para un único usuario, donde se desafiaba a éste a alcanzar un simple objetivo concreto. Efectivamente, estos sistemas fueron el precedente de un estilo de instrucción que implicaba la interacción persona-ordenador en el espacio del museo. La idea era hacer que el aprendizaje se convirtiera en una experiencia práctica más activa para el visitante; y en su día fue una buena idea, una innovación que surgía al comprobar que las experiencias de los museos debían ser más animadas y receptivas. Encontrarse con una tarea que completar es siempre una experiencia motivante para el público de los museos; pero las limitaciones de aquellos primeros «interactivos» eran importantes. Aparte de los problemas de usabilidad y accesibilidad – que podían estar justificados en un contexto de desarrollo de medios experimentales -, existía el permanente problema de la caducidad tecnológica, pues se trataba de unos sistemas que se veían muy pronto coartados por el limitado diseño de la experiencia.
En términos de experiencia del usuario-visitante, los «interactivos» no cumplían con la promesa a la que aludía su nombre. Elegir una ruta a través de un conjunto fijo de opciones no era realmente una experiencia interactiva. Un término más apropiado podría ser «extractivo», referido a sistemas que se caracterizan más por ofrecer un paquete cerrado de información que por la interacción entre el usuario y el sistema. Esa interacción ciertamente implicaba la acción física del usuario (o al menos la de sus ojos y dedo índice); pero la preterminación del sistema no ofrecía un espacio para participar, incluso conceptualmente, en la acción de generar significados. De manera divertida, en el lenguaje del museo, el adjetivo «interactivo» se convirtió en un sustantivo – una cosa al lado (pero aislada) de otras cosas de la colección. Todo esto, actualmente nos puede parecer irrelevante, pero creemos que es bueno echar mano de la memoria para repasar el enfoque históricamente prefijado que tenían los museos (y algunos aún tienen) sobre ciertas cosas y cómo éstas han influido en su evolución.
La simplicidad de la interacción ofrecida por aquellos primeros sistemas nos parece ridícula ahora, cuando la tecnología ha evolucionado y el Internet de las cosas ha llegado hasta nosotros; pero también las expectativas de los visitantes sobre los museos aumentan exponencialmente. Los museos están obligados a adaptarse a esta coyuntura de forma rápida. Significativamente, deben ampliar su visión de las colecciones transformándolas en historias que los visitantes puedan evocar, en relaciones entre los objetos y las personas y, de hecho, entre las propias personas. De la misma manera que los biólogos moleculares están cambiando su enfoque sobre las células individuales por el de las interacciones entre ellas, el diseño de la experiencia del museo se asemeja cada vez más a un diseño de sistemas. Tal cambio concuerda con la transformación socioeconómica que Charles Leadbeater enuncia desde una economía de las cosas hasta una emergente «economía de las ideas», donde es menos relevante lo que se posee que lo que se comparte. Creemos que se trata de una lección importante para los museos: no importa cuán valiosas sean las colecciones, su mayor valor reside en las relaciones que pueden crear a su alrededor.
De manera similar, el proceso de diseño está evolucionando, desde un proceso lineal estático – donde el diseño se presenta al usuario como un hecho consumado -, a otro dinámico y cíclico – donde se ajusta y evoluciona durante su producción -; y todo ello en respuesta a la experiencia del usuario (proceso participativo) y, también posiblemente después de su lanzamiento, a su uso (experiencia participativa).
La reciente renovación del Museo de Oakland en California es un claro ejemplo de la posibilidad de acometer una adaptación radical de un museo a este nuevo entorno conceptual. Describiendo el proceso como «no lineal» y «mucho más desordenado» que el habitual para los museos, la directora, Lori Fogarty, explica que los equipos de curadores, educadores y diseñadores elaboraron diversos conceptos que, posteriormente, y tras ser revisados en consejos consultivos que incluían eruditos y otros master del universo del saber total, no funcionaron, por lo que tuvieron que volverse a revisar hasta cien veces. En total, se consultó a más de 3.000 personas, y la experiencia final resultante es la que ha logrado generar oportunidades para que el visitante participe activamente en la evolución de las exposiciones.
El diseño que se desarrolla a través de un proceso participativo puede producir mejores resultados para las personas que lo utilizan. Dicho proceso involucra una gran variedad de técnicas, pero el objetivo es desarrollar y probar ideas sobre cómo será la experiencia, con el fin de ajustar el diseño en función de las respuestas. En otras palabras, un proceso participativo puede ayudar a asegurar una coincidencia entre la intención de los diseñadores y la experiencia resultante de los usuarios. Implica una «creatividad radical y autónoma» de sus participantes, y el retorno bien vale su inversión.
Desarrollar diseños a través de un proceso participativo tiene sentido, y no solo porque produce resultados efectivos. Más allá de la coherencia funcional, tiene un efecto de flujo significativo. Claramente, un proceso radicalmente creativo es inspirador: los docentes y los curadores por igual adquieren una nueva perspectiva de la realidad, desde la cual pueden trabajar más de acuerdo con sus valores. Al abrir el proceso del diseño del pensamiento, y en particular al introducir a los no diseñadores en el proyecto, el diseño de procesos participativos puede tener un efecto beneficioso, con un valor incalculable en la práctica profesional y en la cultura del museo.
Afortunadamente, quedaron atrás los días de aquellos «interactivos» aislados – aunque algunos museos aún no se hayan enterado – y con una sola lectura. A pesar de su simplicidad, eran la mejor experiencia digital que se podía ofrecer en aquellos tiempos. Ahora, con el uso de tecnologías asequibles y en red, y con los dispositivos inteligentes y móviles a nuestra disposición, estamos bien equipados para vivir experiencias muy interesantes y memorables en los museos. Podría ser una propuesta desafiante que éstos adoptaran finalmente procesos participativos. Pero esa participación no debería detenerse ahí; son muchos los visitantes que desean contribuir formando parte del proceso de crear y dar un sentido a las cosas. Un museo podría permitir tales contribuciones conceptualmente, dejándoles espacio para llegaran a sus propias conclusiones. O, podría diseñar sistemas que fueran modificándose con el uso, y donde esa usabilidad se realimentara evolucionando para cambiar la experiencia del siguiente visitante.
Para albergar una experiencia participativa, el museo debe renunciar a cierto control sobre el contenido. Esto puede ser inquietante para un personal profesional acostumbrado a regímenes estrictos en los que se controla cada detalle de la presentación de una exposición. Pero creemos que el sacrificio merece la pena, ya que la ganancia es la relevancia, el valor y la autoridad. En el modelo tradicional, los museos ejercen su poder presentando selectivamente objetos, artefactos y un conocimiento sobre ellos. En el modelo emergente pueden, además, ejercer ese poder de la mano de sus visitantes, pero estableciendo un escenario en el que éstos y los contenidos se entremezclan para crear su propia experiencia y significado. En lugar de actuar para el público, el museo de nuevo modelo le empuja a la acción.
De maneras sutiles pero potentes, este modelo resulta muy interesante. Nina Simon describe las exhibiciones participativas en términos de su «efecto de red» y enumera sus tres elementos clave: interacción personalizada (por ejemplo, una oportunidad para votar sobre una pregunta específica); un algoritmo que relaciona cada interacción con todas las demás (en este caso, simplemente la recopilación de todos los votos); y retroalimentación con las personas (cuántas personas votaron y de qué manera). Con unas reglas de participación efectivas, el efecto de red puede producir resultados sorprendentes y superiores a la suma de las interacciones individuales.
Además de poder crear nuevas formas de conocimiento colectivo, los diseñadores de experiencias participativas ejercen una influencia considerable sobre la parte física de los visitantes. El artista interactivo David Rokeby es muy consciente de esta influencia. En su obra «Very Nervous System«, observamos la posición y hasta el movimiento más leve de un cuerpo humano, transformándose, al instante, en música. Para los espectadores-participantes en la acción resulta algo inquietante, porque su percepción consciente, la de su propio movimiento, se vuelve irrelevante (o es menos sutil que la música que produce) e interesante. Como describe Douglas Cooper en Wired sobre el proyecto «It takes something» – tanto una bailarina como una sinfonía -: «la música creada es completamente coherente; es música que quieres escuchar». De hecho, Rokeby enuncia que el compromiso prolongado con la acción puede cambiar la experiencia de una persona en el mundo:
Después de caminar por la calle, me siento conectado con todas las cosas. El sonido de un coche que pasa salpicando un charco parece estar directamente relacionado con mis movimientos. Me siento implicado en cada acción a mi alrededor. Por otro lado, si pongo un CD, rápidamente me siento frustrado ya que la música no cambia con mis acciones.
Es importante destacar que el enfoque de Rokeby para el diseño de la experiencia es responsable. Está muy atento a la interacción entre sus interfaces en los sistemas perceptivos del espectador: el efecto acumulativo y posiblemente perdurable en su experiencia física y simbólica del mundo real.
Los museos que eligen el camino del diseño digital participativo (como proceso y como experiencia) se adaptarán a las circunstancias predominantes: están eligiendo la relevancia sobre la obsolescencia. En cualquier caso, no es una elección fácil, lo sabemos. Diseñar experiencias más receptivas, coherentes y relevantes probablemente requerirá cambios estructurales y culturales importantes dentro de los museos. Una cosa es reconocer las posibilidades de la nueva tecnología y otra integrarla de manera estratégica, teniendo en mente la experiencia del visitante en su conjunto y en el contexto de las divisiones tradicionales o heredadas dentro del propio museo. Los consultores seguirán trabajando proponiendo las mismas cosas de siempre; es raro que un museo decida emplear a un diseñador de experiencias. No obstante, están surgiendo varias funciones especializadas y muy necesarias relacionadas con este tipo de diseño: diseñador de aplicaciones móviles, diseñador de interacción físico-digital, visualizador de datos, etcétera.
Para terminar, debemos decir que resulta claramente insuficiente para un museo implementar únicamente procesos participativos o crear experiencias participativas. Se debe cuidar, además, la calidad de esos procesos y experiencias. En este sentido, podría resultar útil para los museos desarrollar pautas para el diseño de la experiencia del visitante. Las interfaces han de ser funcionales, coherentes y atractivas, y proporcionar buenas relaciones entre éste y el museo. También debemos prestar atención al efecto de las interfaces en los sistemas perceptivos del público. En pocas palabras, los museos son entidades poderosas y como tales deberían ejercer ese poder con transparencia y delicadeza. A corto plazo, haríamos bien en recordar los consejos de la diseñadora de juegos Jane McGonigal, quien les insta a ofrecer al visitante eso que, precisamente, hacen los juegos: un desafío adecuado a su capacidad, acceso a compañeros de acción y retroalimentación positiva.
Recursos:
American Association of Museums (1998): Data report: From the 1996 national museum survey. Washington, DC: American Association of Museums.
Bourdieu, P. y Darbel, A. (1991/1969): The love of art: European art museums and their public (C. Beattie & N. Merriman, Trans.). Cambridge: Polity Press.
Falk, J. H. y Storksdieck, M. (2005). Using the Contextual Model of Learning to under- stand visitor learning from a science center exhibition. Science Education, 89, págs. 744-778.
Koke, J. (2009): The use of identity-related motivations to frame experiences and design at the Art Gallery Ontario. Paper presented at the Annual Meeting of the American Association of Museums, May 1, 2010, Philadelphia, PA, EE.UU.
McGaugh, J.L. (2003): Memory & emotion: The making of lasting memories. Nueva York: Columbia University Press.
National Science Board (2012): Science and Engineering Indicators: 2011. Washington, DC. Government Printing Office.
Fotografía: Best Museum Project Award – Electrosonic.
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