Según Zeller (1989), en un largo y completo ensayo sobre la historia de la educación en museos de arte, se pueden identificar tres posibles «filosofías» o visiones del museo: el museo educativo, el museo estético y el museo social. Cada una se puede ilustrar con referencia a una figura fundamental del museo de finales del siglo XIX y principios del XX.
El museo como institución educativa fue defendido por George Brown Goode (1851-1896), curador y administrador de la Institución Smithsonian (Kohlstedt, 1991). Goode afirmó que un «museo eficiente» consistiría en «una colección de etiquetas instructivas, cada una ilustrada por un espécimen bien seleccionado» (citado en Alexander, 1983: 290), y argumentó, además, que el museo debería ser una institución de ideas para la educación pública. Por el contrario, Benjamin Ives Gilman (1852-1933), también administrador de museos, defendía la primacía de la función estética de un museo, considerándolo un templo para la contemplación de la belleza. Según él, las galerías de arte, especialmente en contraste con los museos universitarios, no eran adecuadas para la educación formal. La tercera posición, que enfatiza la responsabilidad social de los museos, está ilustrada por el trabajo de John Cotton Dana (1856-1929). Dana, bibliotecario en un principio y, posteriormente, director del museo que fundó en Newark, Nueva Jersey, pudo haber tenido mayor influencia en los profesionales de los museos – tanto curadores como educadores – que Gilman o Goode; sus estudiantes asumieron roles de liderazgo en muchos museos, mientras lidiaban con un mundo que cambiaba rápidamente después de la Primera Guerra Mundial.
Sin embargo, un examen más detenido del trabajo de estas tres importantes figuras sugiere que la categorización clara de sus puntos de vista es inadecuada. En un grado significativo, los tres reconocieron el papel educativo del museo, además de otros objetivos. Incluso la posición de Goode como defensor del museo «educativo» no la hizo sin excepciones. Por ejemplo, no creía que los museos fueran lugares apropiados para educar a los niños.
No debo organizar los museos principalmente para el uso de la gente en su etapa larval o escolar de existencia. El maestro de escuela pública, con los libros de texto ilustrados, diagramas y otros aparatos, tiene en estos días un equipo profesional que suele ser bastante suficiente para permitirle enseñar a sus alumnos. Los días de escuela duran, a lo sumo, sólo de cuatro a quince años, y terminan para la mayoría de la humanidad, antes de que las mentes hayan alcanzado la etapa de crecimiento favorable para la recepción y asimilación del mejor y más útil pensamiento (Goode, 1888: 307).
El campeón del museo estético, Gilman, será recordado, principalmente, por sus esfuerzos educativos. Introdujo «docentes» en los museos, argumentando que los fondos deberían pasar de contratar más guardias a agregar personal que pudiera hablar inteligentemente a los visitantes sobre las pinturas, e instaló etiquetas extensas con letra grande en las galerías para satisfacer las necesidades del público en general, afirmando: «Creo que es una tontería consentir en abrir nuestras puertas el domingo y al mismo tiempo no hacer nada para ayudar al visitante del domingo» (Gilman, 1924). El «visitante del domingo» era un eufemismo para los visitantes de clase trabajadora que solo podían visitar museos en su único día libre de trabajo; Gilman muestra, pues, responsabilidad social y preocupación educativa. Dana también desafía la categorización fácil: los métodos para lograr su agenda social fueron ciertamente educativos (creía que el rol social del museo era educar a la comunidad) y contrató a un ex superintendente escolar para desarrollar e implementar un plan educativo para el museo.
Aunque se pudiera considerar que todas estas figuras importantes valoran la educación, la idea de que los museos son principalmente educativos siguió siendo controvertida, especialmente en la comunidad de museos de arte. Si bien hubo varios defensores de la educación en este tipo de museos, las entrevistas con directores de museos de arte estadounidenses en la década de 1980 revelaban que la educación en museos se contemplaba con cierto desdén (Eisner y Dobbs, 1986), una posición que todavía se mantiene en algunos sectores (Cuno, 2004).
Trabajo educativo especializado.
Los movimientos sociopolíticos progresistas de finales del siglo XIX y, concretamente, los esfuerzos educativos progresistas en la mayoría de las sociedades occidentales, combinados con la investigación sobre el desarrollo infantil, condujeron al desarrollo de una actividad educativa con personal especializado en museos en el siglo XX. Los métodos utilizados estaban estrechamente asociados a los del movimiento de educación progresista: aprender de y con objetos, énfasis en la indagación, uso de materiales y actividades locales, y apelación a los intereses y experiencias previas de los visitantes. La narración de cuentos, las conferencias ilustradas con diapositivas de linternas y los kits para distribuir a las escuelas se hicieron muy populares. La primera mención del título de «educador de museo» se encuentra en la Publicación de Coleman de 1927, «Manual para pequeños museos». Anteriormente, el trabajo era realizado por «curadores» e «instructores de galería».
Hoy en día, la educación es una labor fundamental del museo, llevada a cabo por un personal dedicado y de interés para museólogos, curadores, museógrafos y otros profesionales de los museos. En los grandes museos, el personal educativo, incluidos los trabajadores a tiempo parcial, voluntarios, docentes y profesores ocasionales, puede representar hasta el 50 % de todos los empleados. Los educadores de museos participan en una gama extremadamente amplia de actividades (Hooper-Greenhill, 1989, 1991b). Una encuesta reciente sobre las tareas de los educadores de museos de arte (Wetterlund y Sayre, n.d.) recopiló datos sobre «siete áreas de programación: programas de visitas; programas informales de aprendizaje en galerías; programas comunitarios, para adultos y familiares; clases y otros programas públicos; alianzas con otras organizaciones; programas escolares; y programas educativos en línea». Esto mostró que los educadores de los museos desempeñaban más de cuarenta y cinco tipos diferentes de tareas en estos programas, incluidas las clases familiares, los recorridos, actividades como la organización de festivales comunitarios, el desarrollo de asociaciones con universidades e instituciones de la ciudad, la creación de videoconferencias, y el apoyo a los estudiantes para curar exposiciones en los sitios web de los museos. La encuesta no incluye todas las responsabilidades adicionales de los educadores de museos, como la supervisión del personal y los voluntarios, la participación en equipos de desarrollo de exposiciones o la incorporación a investigaciones de visitantes y de otro tipo. La educación en museos no solo es un campo amplio y exigente, sino que también está en constante cambio y expansión. Los educadores de museos son actualmente vistos (Bailey y Hein, 2002) como una «comunidad de práctica», una frase aplicada a grupos de trabajo, aulas y otras asociaciones informales cuyos miembros llevan a cabo tareas similares, a menudo colaborativas, y construyen una experiencia compartida (Wenger, 1998).
Teoría Educativa.
Vivimos años de enorme expansión en la educación, tanto en el sector formal como en el informal, así como una explosión de investigación en ciencias sociales y fermento intelectual, lo que nos brinda la oportunidad de considerar enfoques teóricos y prácticos contrastantes para la educación. En términos generales, las teorías educativas se pueden clasificar según dos dominios: las teorías del aprendizaje y las teorías del conocimiento que profesan (Hein, 1998). Todas ellas incluyen puntos de vista sobre estos dos temas, y su combinación sugiere prácticas educativas particulares (pedagogía) que ofrecen, como resultado, diferentes tipos de programas educativos.
Las teorías del aprendizaje se pueden agrupar a lo largo de un continuo de «pasivas» a «activas», es decir, desde teorías que consideran a la mente como un receptor pasivo de nuevas sensaciones que se absorben, clasifican y aprenden, hasta ( en extremo opuesto) las que postulan que el aprendizaje consiste en un compromiso activo de la mente con el mundo externo, donde el aprendiz adquiere conocimiento al pensar y actuar sobre el mundo externo en respuesta a los estímulos. La investigación combinada del siglo pasado ha dado como resultado un acuerdo casi universal de que el aprendizaje es un proceso activo que requiere compromiso y se halla significativamente modulado por la experiencia previa del alumno, la cultura y el entorno de aprendizaje (Bransford et al., 1999).
Las teorías del conocimiento se ocupan de si el aprendizaje implica adquirir verdades sobre la naturaleza o construir un conocimiento, ya sea personal o cultural, que sea «verdadero» solo para quienes lo aceptan. Aunque la noción tradicional de una mente pasiva que recibe información y, de alguna manera, la absorbe sin una participación activa en el proceso de aprendizaje fue, por lo general, desacreditada en la comunidad de investigación educativa, dominaba la teoría conductista clásica de estímulo-respuesta, que recibió una atención considerable en la profesión museística en el periodo de entreguerras. El único programa importante de investigación de estudios de visitantes de museos en el mundo anterior a la década de 1960 (Robinson, 1928; Melton, 1935; Melton et al., 1936), llevado a cabo en los Estados Unidos bajo los auspicios de la AAM y financiado por la Carnegie Corporation, fue estrictamente conductista; sólo se emplearon estudios observacionales de «seguimiento» y pruebas de papel y lápiz para niños en edad escolar.
La teoría del estímulo-respuesta (conductismo) persiste predominantemente en el sector formal; proporciona la base teórica para las siguientes creencias: el progreso en las escuelas puede evaluarse adecuadamente a través de pruebas de papel y lápiz de respuestas cortas (o, más comúnmente hoy en día, pruebas de puntuación computarizadas para completar los espacios en blanco); la memorización y el ejercicio pueden sustituir las experiencias significativas; tanto el conocimiento como los entornos de aprendizaje pueden aislarse de los contextos del mundo real sin disminuir el aprendizaje; existen una serie de prácticas reglamentadas comunes a los sistemas escolares estatales. En general, los educadores de museos reconocen que esta teoría no es apropiada para el aprendizaje en el museo, aunque la presión del sector formal lleva a muchos a diseñar programas que van en esa dirección. Además del reconocimiento de que la teoría de la «mente pasiva» puede ser insuficiente para describir este tipo de aprendizaje, existe el problema práctico adicional de que la mayoría de las actividades de educación en museos son de corta duración, esporádicas, y se llevan a cabo en escenarios desconocidos para muchos participantes e incidentales a la educación disciplinada; todas son condiciones desfavorables a la pedagogía tradicional.
Una consecuencia de la idea de que la mente está activa y que la experiencia previa, la cultura, la disposición y el desarrollo influyen en el aprendizaje, es la creciente importancia de las características de los alumnos para los educadores. Si se valora al alumno como un recipiente pasivo en el que se vierte la educación (para usar la metáfora cruda pero popular), entonces el enfoque de cualquier pedagogía ha de ser organizar el tema y presentar el contenido de la manera más apropiada para que pueda ser absorbido por el estudiante (o visitante del museo). Pero la noción de una mente activa exige una preocupación por la «mente» particular del alumno. Así, en el siglo pasado, y especialmente en los últimos cincuenta años, se han propuesto diferentes esquemas para analizar las características del aprendiz. Uno de ellos se centra en las disposiciones, lo que ha llevado a clasificaciones de tipos de aprendices. Estos esquemas incluyen binarios (analítico/global; cerebro izquierdo/cerebro derecho) y múltiples clasificaciones de tipos de estilos de aprendizaje, mentes o inteligencias (Hein, 1998).
Otro enfoque es aislar las etapas de desarrollo y discutir la educación apropiada para las categorías resultantes de aprendices. En la literatura de museos, esto se ilustra con debates centrados en el aprendizaje de niños (Maher, 1997: cap. 5) o adultos (Chadwick y Stannett, 1995; Sachatello-Sawyer et al., 2002). Un esquema final examina el contexto social del aprendizaje, poniendo énfasis en la experiencia pasada (es decir, la cultura) o la situación educativa actual (el entorno en el que se lleva a cabo el aprendizaje en el museo). Si bien los detalles que enfatizan los diversos análisis teóricos difieren, el punto en común es el reconocimiento de la necesidad de tener en cuenta todos los factores posibles (desarrollo, cultura, conocimiento previo y entorno actual) que pudieran influir en el aprendizaje. El interés actual en la accesibilidad (física, intelectual y cultural para todos los visitantes) puede verse como resultado del cambio de perspectiva centrado en los visitantes, un mayor interés por el papel social de los museos y una creciente sensibilidad a los múltiples puntos de vista que necesitan acomodarse en el museo (Falk y Dierking, 2000).
Cada vez más, esta concepción constructivista de que el aprendizaje en el museo representa la fabricación de significados por parte de los visitantes, y que estos significados están mediados, no solo por los objetos del museo y la forma en que se presentan (exposición), sino también poderosamente por la cultura de los visitantes, la experiencia personal previa y las condiciones de su visita – se reconoce como una consideración esencial para la educación en museos – (Silverman, 1995; Hooper-Greenhill, 1999; Rounds, 1999).
El Museo Constructivista.
El constructivismo tiene un atractivo particular para el trabajo educativo de las instituciones culturales porque coincide con la naturaleza informal y voluntaria de la mayor parte del aprendizaje asociado con los museos. Sin embargo, su aplicación a la educación en museos presenta una serie de desafíos particulares.
Las exposiciones.
Si la intención educativa de las exposiciones de los museos es facilitar la creación de significados para los visitantes, esto tiene un profundo impacto en la naturaleza de las exposiciones y en cómo se conceptualizan y construyen. Lo más obvio es que si el objetivo es facilitar las oportunidades de los visitantes para llegar a sus propios entendimientos, la voz curatorial autorizada debiera silenciarse y modificarse. Los museos han abordado este problema de diversas maneras, incluso ofreciendo varias interpretaciones diferentes de un objeto o exposición, o animando a los visitantes a participar con sus comentarios, que se han incorporado al espacio expositivo. Algunos museos de arte, incluso, animan a su público a agregar sus propias etiquetas a las obras exhibidas (Nashashibi, 2002). Otras estrategias contemplan plantear preguntas provocativas a los visitantes, en lugar de ofrecer respuestas; o buscan alterar la representación lineal o cronológica.
La creación de exposiciones que no asumen la autoridad curatorial también ha involucrado a una mayor variedad de personas en el desarrollo de las exposiciones (Roberts, 1997). Esto compete no solo a los educadores del museo, sino también a la expansión de la investigación de los visitantes y la evaluación «front-end» (es decir, antes de la finalización de la exposición), y supone una serie de esfuerzos para involucrar a la comunidad. Asimismo, ha habido algunos experimentos radicales, que involucran el compromiso entre grupos sociales particulares y otros visitantes en el museo, como el «Diálogo en la oscuridad» de Heinecke (Heinecke y Hollerbach, 2001) en el que éstos acceden a espacios totalmente oscuros para ser guiados por docentes que tienen baja visión.
Redefiniendo «aprendizaje» y «educación».
Otra respuesta del cambio hacia el constructivismo es la redefinición de la educación como «experiencia significativa», en lugar de «resultado de contenido definido». Un componente de este cambio se observa en las discusiones sobre las definiciones de «aprendizaje» y «educación». El intercambio reciente fue provocado por la sugerencia (Ansbacher, 2002) de que «aprendizaje» es un término demasiado restrictivo para describir las experiencias del museo. En general, como se señaló anteriormente, las definiciones de aprendizaje ahora son lo suficientemente amplias como para incluir el disfrute, la satisfacción y otros resultados de las experiencias. El comentario de Dewey (1938) de que la experiencia es educativa (a menos que «distorsione o detenga el crecimiento de más experiencia») ha recibido una atención considerable.
Evaluación e investigación.
Actualmente, la comunidad de investigación de estudios de visitantes ha relegado a un segundo plano al comportamiento, y busca emplear métodos que sean más consistentes con los puntos de vista constructivistas de la educación, adaptados de las prácticas generales de investigación de las ciencias sociales aplicadas a la investigación educativa. Por lo tanto, el análisis conversacional (Leinhardt et al., 2002) y la teoría sociocultural (Leinhardt et al., 2002; Paris, 2002), así como los mapas conceptuales y otros métodos naturalistas, se consideran más apropiados para investigar el aprendizaje en los museos que los enfoques de diseño experimental (Hein, 1997). Sin embargo, es importante reconocer que solo el comportamiento, no los procesos mentales, son directamente observables por los métodos comunes de las ciencias sociales, y todas las herramientas analíticas requieren interpretación por parte de personas que siempre aportan sesgos culturales a su análisis.
Trabajo educativo con las escuelas.
El énfasis en la experiencia y la creación de significado personal en la comunidad del museo plantea serios problemas para el trabajo educativo especializado con niños en edad escolar. En general, la educación formal en el Reino Unido y los Estados Unidos se ha movido más recientemente en la dirección de darle importancia al desarrollo de «estándares educativos», un mayor uso de pruebas para los resultados y la vinculación de la financiación a varias medidas de «éxito» y «fracaso». La adopción de un plan de estudios nacional en el Reino Unido en 1989 condujo rápidamente a la edición de una serie de publicaciones que proponían formas en que los museos podrían apoyar el plan de estudios de los colegios.
Más recientemente, en ambos países, los estándares, si bien siguen siendo significativos, se han visto eclipsados por programas de evaluación obligatorios, no siempre cuidadosamente alineados con el contenido del plan de estudios. Son las pruebas las que determinan lo que se enseña, más que los estándares. En los Estados Unidos, donde las pruebas obligatorias rara vez incluyen artes y humanidades, estas materias se han convertido en «especies en peligro de extinción» en el plan de estudios (von Zastrow, 2004). La divergencia de direcciones políticas entre la mayoría de los programas de educación en museos y las escuelas públicas complica las tareas de los educadores de museos.
Evaluación de los resultados de la educación constructivista.
Si se utiliza una teoría educativa más constructivista, entonces la cuestión de qué resultados medir se vuelve significativa. Si se pretende que los visitantes descubran un significado personal a partir de su experiencia en el museo, ¿cómo puede medirse el resultado? ¿Qué criterios se pueden aplicar para distinguir una actividad educativa museística exitosa de una que es un fracaso? El problema va más allá de la preocupación por hacer coincidir las actividades educativas de los museos con las necesidades educativas del sector formal; debe abordarse en cualquier esfuerzo por evaluar el aprendizaje en el museo. Se han empleado dos estrategias para comenzar a responder a esta pregunta: el desarrollo de procedimientos especiales para evaluar el aprendizaje y la redefinición de los resultados de las visitas a los museos; aun así, sigue siendo un tema complejo.
Cambio Social y Responsabilidad Social.
La educación museística converge con la responsabilidad social: el servicio social que los museos, como instituciones públicas, prestan es la educación. Una misión educativa constructivista o progresista necesariamente pone énfasis en el cambio social.
Desde sus primeras formulaciones hechas por John Dewey, la educación progresiva ha sido un medio para lograr un objetivo social, a saber, la mejora de la sociedad. En Democracia y Educación (1916), Dewey lo afirma claramente. Mientras que él ve la educación como una necesidad biológica para todos los organismos – y para los humanos como algo esencial para la continuación de la cultura -, argumenta que el logro de tipos particulares de sociedad depende de ciertas formas de educación. En una sociedad satisfecha con el statu quo (una sociedad «estática»), que desea continuar sin cambios, las formas tradicionales de educación son suficientes. Pero si existe el deseo de mejorar, de crear una sociedad «progresista», entonces se requerirá otra forma de educación.
En las sociedades estáticas, que hacen del mantenimiento de la costumbre establecida la medida del valor, esta concepción (es decir, «poner al día al niño con las aptitudes y recursos de un grupo de adultos») se aplica principalmente. Pero no en las comunidades progresistas. Estas se esfuerzan por dar forma a las experiencias de los jóvenes para que, en lugar de reproducir los hábitos actuales, se formen mejores hábitos, y así la futura sociedad adulta sea una mejora de sí misma. (Dewey, 1916: 79).
Detrás de todo el trabajo de Dewey, y el de la mayoría de los educadores progresistas, tanto en el sector formal como en los museos, existía un profundo sentido moral y dos creencias intensas: la fe en la democracia y en la eficacia de la educación para producir una sociedad más democrática (Westbrook, 1991: XV). Los siguientes son algunos de los asuntos sobre los que Dewey llamó la atención, y que deberían abordarse en cualquier intento de formular e implementar una educación museística progresiva.
- Cuestionamiento constante de todos los dualismos, como los de bellas artes y artes aplicadas, teoría y práctica, o categorías de visitantes. Como señaló Dewey, tales distinciones frecuentemente resultan en juicios de valor, en elevar a uno por encima del otro en un sentido moral y, por lo tanto, conducen a desigualdades en la sociedad.
- Reconocimiento de que el objetivo de la educación es su continuidad, que resolver problemas significa que se descubren nuevos problemas y que el resultado de la indagación es una indagación adicional. Por un lado, tal postura, tomada conscientemente, impide a los educadores de museos aceptar soluciones simples o asumir que alcanzar un «objetivo educativo» es suficiente. Por otro lado, los obliga a preguntarse si han proporcionado los requisitos para la indagación repetida y continua, como preguntas abiertas materiales suficientes o enfoques alternativos posibles para la indagación.
- Aplicar la teoría de la educación progresiva universalmente. Los educadores de museos deben hacer algo más que desafiar a sus visitantes; necesitan desafiarse a sí mismos constantemente, examinar su práctica y reflexionar sobre la medida en que ésta coincide, tanto en el proceso como en el contenido, con la teoría que propugnan.
- Conectar el trabajo educativo con la vida. Uno de los sellos distintivos de la teoría y la práctica educativas de Dewey era la constante preocupación de que la escuela fuera parte de la vida, no separada de ella. En el trabajo de educación en museos (incluido el desarrollo de exposiciones), debemos enfatizar que las exposiciones han de partir de experiencias vitales y conectarse con situaciones fuera del museo.
Finalmente y, a modo de resumen, Dewey no solo reconoció la confusión y la complejidad de la vida, la adoptó. Su filosofía del pragmatismo no intentaba describir un mundo ideal, distinto de las realidades incómodas y en constante cambio de la existencia real. Un reconocimiento que influyó en todas sus ideas fue que la vida nunca es simple ni fácil; siempre es compleja, incierta y desordenada. El precio por renunciar a cualquier «búsqueda de certeza» (Dewey, 1929) es la necesidad de aceptar un mundo incierto y cambiante en el que luchamos para dar sentido a nuestras vidas. Pero la recompensa es abrazar la vida con sus oportunidades, tanto para generar significado como para sentir y disfrutar de las complejidades de este entorno enriquecedor en el que luchamos.
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Fotografía: 544 Media – SF MOMA.
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