Los visitantes del Museo de Arte Antiguo y Nuevo de Hobart (MONA), Tasmania (uno de los lugares más remotos del mundo), inaugurado en 2011, nos muestran lo que los nuevos museos, en combinación con el turismo del arte en áreas regionales remotas, pueden lograr una vez que pase la pandemia (Gibson et al., 2010). El impacto del Mona en el turismo de Tasmania ha sido muy significativo: según Tourism Tasmania, el número de turistas a Tasmania que han visitado el MONA ha aumentado en un 30 por ciento entre 2011 y 2014 (son los datos de que disponemos). Los informes positivos del MONA se extendieron ampliamente por el mundo del arte y en la prensa turística, pero quizás ninguna reseña fue tan importante como la de Lonely Planet (Franklin, 2014).
«La vanguardia debe encontrar el rumbo en un paisaje al que nadie parece haberse aventurado todavía». – Jurgen Habermas (1983: 5).
Según Adam Bennett, portavoz de Lonely Planet, la base de sus listas de clasificación de los mejores lugares, ciudades y países se basa en la elección de los sitios a los que consideran que los viajeros realmente deberían plantearse hacer una visita, y no de aquellos destinos a los que ya suelen ir; y aquí percibimos la transformación como un valor central del turismo artístico (Platt, 2012: ND). En la Guía Lonely Planet de 2013, Hobart ocupó el puesto número 7 en su lista de las principales ciudades (Platt, 2012). Ser la única ciudad australiana en el top 10 tuvo mucho que ver con la presencia del MONA, pero los efectos adicionales que supusieron sus festivales de mediados de verano e invierno fueron enormes- este último le aportó una próspera temporada de invierno -, generando nuevos negocios modernos de comidas y bebidas y una nueva era en la construcción de hoteles importantes (Franklin, 2017b). Aparte de sus propias habilidades para coreografiar y comisariar eventos culturales con los mejores artistas y músicos internacionales, el MONA brindó una oportunidad para el florecimiento cultural sobre una gama considerable de industrias culturales que ahora funcionan en Hobart y en el resto de la región (McGarry, 2018). En 2015, Lonely Planet clasificó al MONA como la galería de arte moderno con mejor clasificación del mundo, muy por encima del Guggenheim de Bilbao y Nueva York e incluso del MoMA. Dejando de lado la precisión, la legitimidad o la conveniencia de tales tablas de clasificación, inevitablemente tienen un impacto en la economía y reputación de los lugares. Debe reconocerse, por ejemplo, que es muy raro que las nuevas instituciones culturales se sientan tan estimadas o que se encuentren en ciudades tan pequeñas.
El crecimiento del turismo internacional dirigido a Tasmania creció un 21,8 por ciento en solo un año, entre 2014 y 2015. Este impulso es más del doble de la tasa de aumento de cualquier otro estado de Australia (Tourism Research Australia, 2015). Poco antes de la apertura del MONA en enero de 2011, el turismo de Tasmania estaba experimentando una recesión, gravemente afectado por la fortaleza del dólar australiano y la disminución del número de visitantes. En diciembre de 2011, The Mercury informó que el número de visitantes se redujo en un 20 por ciento con respecto al mismo período del año anterior, llegando a un mínimo de 861.900; las noches de hotel se redujeron en un 22% y el gasto de los visitantes en un 26% (Bevan, 2011).
La llegada del MONA en 2011 supuso una especie de cambio, aunque también ayudó el debilitamiento del dólar. Durante el año 2014, Tasmania recibió algo más de un millón (1.068.100) de visitantes, de los cuales el 28 por ciento (300.900) manifestó haber visitado el MONA. Esto es un aumento del 30 por ciento con respecto a 2011. Los 300.900 visitantes del MONA pasaron un promedio de nueve noches en Hobart y gastaron un total de 611 millones de dólares (248 millones en alojamiento y 255 millones en otros artículos), es decir, un aumento del 2 por ciento con respecto al año anterior. El 16 por ciento de los visitantes (160.000) a Tasmania en 2014 declararon haber viajado a Tasmania principalmente para visitar el MONA.
Uno de los puntos clave sobre la reflexión de hoy es que, si bien el devenir del arte contemporáneo puede responder a numerosos y diversos elementos turísticos nuevos y significativos, es cierto que durante mucho tiempo la gente ha tenido que desplazarse para disfrutar del arte, ya que éste es uno de los motivos que les mueve a viajar. Como también lo es que el arte, los viajes y el turismo sean devenires co-constitutivos, todos codependientes para su viabilidad y crecimiento. El turismo artístico siempre se ha visto estimulado por la relativa inmovilidad del arte, que por diversas razones se «coloca» donde se creó, donde se recopila, donde se expone, donde se comercializa y donde se inserta en la vida cultural de ciudades, sociedades y pueblos específicos. Sin embargo, el arte puede y ha estado cada vez más concentrado en exposiciones temáticas temporales en centros de población importantes (Barush, 2016). A pesar de esto, la investigación sobre las conexiones entre turismo, arte, museos de arte y otras plataformas expositivas es prácticamente inexistente. Larsen y Svabo (2014: 107) señalan que los estudios de museos se han interesado poco por el turismo, y que los estudios turísticos han ignorado, en gran medida, las experiencias en los museos. El resultado es que sabemos muy poco sobre cómo los turistas y el turismo se configuran con los públicos del arte; cómo los turistas se relacionan con el arte y las plataformas de exposición; o cómo, en comparación con la visita a los museos locales, los turistas obtienen experiencias con el arte a partir de sus recorridos e, incluso, de las compras realizadas dentro del museo. La concentración de artistas vivos en los destinos y flujos turísticos sugiere que los turistas compran arte de manera confiable, aunque en realidad sabemos muy poco al respecto (Rakic y Lester, 2016).
Muchos museos públicos han seguido valorando su papel como apoyo al desarrollo del público del arte «residente» en las ciudades o estados que los crearon, y ante quienes son políticamente responsables de ello (y dependientes de los fondos públicos menguantes o inexistentes). Por otro lado, algunos activistas se muestran bastante hostiles ante la idea de que el arte se exhiba principalmente para turistas, en línea con el «Efecto Bilbao» (Miles, 2013). Sí, podemos aceptar la realidad de decirle adiós definitivamente a la financiación pública de los museos mediante la comercialización y atracción de más turistas, pero el público objetivo, el visitante del arte, apenas se reconoce o se define como una realidad con diferentes capacidades, necesidades o características (Fraiman, 2014). Una de ellas es, sin duda, que los turistas buscan constantemente arte hasta encontrar a los artistas y sus obras, dondequiera que deambulen.
Mencionar también que, las estrategias y narrativas regenerativas generadas y dirigidas por la cultura contemporánea se distinguen por su pretensión de novedad; presagian una salida y un sustituto de los mundos de vida perdida de la civilización industrial. Una a una, las ciudades que alguna vez dependieron de las exportaciones tangibles de bienes manufacturados han tenido como objetivo conjurar nuevas fortunas de la alquimia del arte, la cultura, el diseño y la economía.
John Urry (1991) fue uno de los primeros en detectar cómo la deslocalización de la fabricación corporativa y paternalista occidental provocó la transformación del capital industrial, el urbanismo y la arquitectura, convirtiéndolo todo en el «patrimonio cultural industrial» o en la «arqueología industrial»; y de allí se pasó a la musealización y la turistificación. Se tuvieron que encontrar nuevas corrientes de ingresos y empleo; y lo que un día fuera el cotidiano industrial sombrío, áspero, se fue convirtiendo en un espacio estetizado para los turistas, para la educación cultural; en definitiva, se transformó en espacios de vida muy valorados (Zukin, 1982).
Si bien las observaciones de Urry (1991) se limitan básicamente a las ciudades industriales más pequeñas del norte de Inglaterra, el eje industrial de las principales metrópolis también se recicló estéticamente, como pasó con Hobart, o con las transformaciones, por ejemplo, en Camden Lock, Londres, que hicieron de él, en la década de 1980 y 1990, el sitio turístico más popular de Londres, dando su nombre a uno de los muchos «efectos de lugar» que salpican la literatura sobre regeneración urbana. El efecto Camden Lock se ha convertido en un proceso arquetipo de la colonización de antiguos distritos y precintos industriales por parte de las «nuevas clases medias» que surgieron en la década de 1970 (Ley, 1996). Rechazando el aburrimiento, la estandarización, las convenciones sociales y la tranquilidad social / política de los suburbios que habían sido defendidos por las generaciones de sus padres y abuelos, la población recientemente ampliada de estudiantes universitarios y de escuelas de arte se aclimataron a una nueva vida en las zonas más animadas y en los barrios marginales bohemios de la ciudad, culturalmente transformadores, desocupados por sus antiguos ocupantes de clase trabajadora. Un gran número de antiguos estudiantes se establecieron en ciudades universitarias, como Londres, para aprovechar los extensos terrenos baldíos de viviendas de bajo alquiler ocupables, edificios industriales vacíos o recintos como Camden Lock. Artistas de todo tipo, músicos, artesanos, diseñadores de moda, diseñadores gráficos, empresas emergentes de cine y nuevos medios aprovecharon su ubicación cerca de uno de los centros artísticos, mediáticos, de entretenimiento y culturales más importantes del mundo, lográndose uno de los mayores flujos turísticos. Además de proporcionar empresas emergentes de bajo costo para los trabajadores jóvenes de la industria de la cultura en Camden Lock, en Nueva York y Toronto, este nuevo movimiento abrió nuevos espacios comerciales y minoristas, y promovió, asimismo, otras formas de vida en antiguas fábricas y almacenes. Dichos lugares se pusieron rápidamente de moda y, a medida que aumentaban su atractivo y valor de propiedad, se alentaba a buscar oportunidades similares en las principales ciudades, pueblos abandonados en las costas y ciudades de tercer nivel que tenían malas perspectivas de futuro (Ley, 2003).
Pero el turismo artístico también merece una mayor investigación precisamente por su potencial transformador para la creatividad, el placer y los desafíos intelectuales y emocionales. Si bien el turismo es a menudo criticado por su consumismo, superficialidad y su asociación con la gentrificación y la cultura corporativa (Miles, 2013), opinamos, más bien, lo contrario: existe una gran tradición de turistas que buscan y encuentran arte, artistas y viceversa. Para disfrutar del arte contemporáneo, hoy en día los turistas están dispuestos, más que nunca, a viajar a los márgenes sociales, a islas japonesas remotas, áreas silvestres de Latinoamérica, islas de Australia o a regiones desérticas de Texas y Nevada. Existe un número creciente de empresas que están entrando en este mercado gracias a pioneros de la industria, eso sí, a la espera de que la pandemia nos deja tranquilos de una vez por todas.
Consultas: gestion@evemuseos.com
Recurso:
Franklin, A (2016): Journeys to the Guggenheim Museum Bilbao: Towards a Revised Bilbao Effect. Annals of Tourism Research.
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