Los museos de ciencia se encuentran bajo una importante presión de las escuelas, que quieren que demuestren que la difusión del conocimiento será parte de las actividades de los estudiantes que los visitan. Al mismo tiempo, debemos pensar que la ciencia se basa en la acción y la motivación, y no tanto en el aleccionamiento. Existen numerosos estudios que recopilan datos sobre «lo que se aprende en una visita» y sobre «qué clase de impacto de aprendizaje puede llegar a ofrecer el museo a sus visitantes». Algunas conclusiones importantes tras este tipo de reflexiones ponen de manifiesto que «la experiencia» tiene mucho que ver con dicho aprendizaje. Es decir, en lugar de preocuparse por los efectos didácticos que pueden llegar a proveer, los profesionales de los museos deben poner todo su foco de atención en el diseño de experiencias verdaderamente memorables. Si esas experiencias llegan a alcanzar el estatus de «diferentes y atractivas», podrán percibirse resultados más evidentes, eso sí, dependiendo de la naturaleza de dichas experiencias. Por ejemplo, un visitante puede disfrutar de una experiencia «corporal» probando una silla de rotación, y ésto podría aumentar su interés y aprendizaje sobre la física del movimiento. O bien, si debido a un posible interés por el cielo nocturno -existen muchas personas interesadas por las estrellas-, a alguien se le ofrece en una visita programada de noche un tutorial sobre cómo leer correctamente un mapa estelar, y a continuación se le invita a utilizarlo mirando el cielo desde el propio museo, lo hará encantando y disfrutará mucho más de la experiencia. Son este tipo de situaciones las que hacen que una visita al museo, partiendo de una experiencia relativamente sencilla, se convierta en un recuerdo duradero y didáctico. Ambos casos representan una mejora sustancial sobre los consabidos paneles planos de texto e imágenes que llenan la mayor parte de las exposiciones, y que muchos de sus visitantes, la mayoría, no leen.
Todavía no hemos hecho referencia a aquello que pueda estar relacionado con el pensamiento. Las declaraciones de misión de los museos pueden hablar sobre la exploración, la experiencia, el aprendizaje, etcétera, pero, ¿hemos leído en estas declaraciones algo que haga referencia a «conseguir que el visitante piense», como una parte fundamental de su misión? El pensamiento, la reflexión y la contemplación parecen ser actividades en desuso, nada que pueda observarse en el vértigo que se produce cuando vemos a los niños correr frenéticamente de una exposición interactiva a la siguiente. Pero no siempre encontramos tanto frenesí en los museos. En Explora, un nuevo centro del conocimiento situado en Albuquerque, Nuevo México, las áreas de exposiciones han sido explícitamente diseñadas para que «ocurran cosas inesperadas» que involucren a sus visitantes de una manera diferente. De este modo, se ha evitado mostrar una gran variedad de instrumentos interactivos repletos de información así como fríos espacios de exploración, diseñando de manera atractiva y con una gran variedad de instrumentos, sin distracciones ni interrupciones por parte de otros visitantes. Para muchos museos, la preocupación sobre el número de asistentes puede ser más importante que la atención puesta en los tipos de habilidades intelectuales que se requieren para obtener verdaderos resultados, tanto en lo relacionado con el cerebro del visitante (pensamiento) como con el contexto (lo que supervisa la comunicación, la experiencia). ¿Cómo se puede pensar en promover el pensamiento desde el museo? ¿Por qué deberían los museos apoyar el pensamiento? Lo que tenemos claro es que ponerle al nombre de un museo el apellido «interactivo», sin más, no sirve absolutamente de nada.
Existe un gran valor en las experiencias que los visitantes pueden tener en los museos, que van desde su llegada hasta el momento en comienzan a fabricar mini robots o esculpen un animal de la selva. Estas experiencias pueden, a su vez, añadirse a otras de tipo más físico que contribuyan a la comprensión del mundo desde un plano diferente. Pero hay mucho más. Volviendo a la escuela, los estudiantes aprenden vocabulario, fórmulas matemáticas y procedimientos científicos, pero el conocimiento de estos conceptos específicos y técnicos no es suficiente, se requiere una reforma de los métodos de educación sobre las ciencias. ¿Qué pueden hacer los museos para que sus visitantes pongan de manifiesto los conocimientos ya adquiridos? ¿Cómo pueden promover el pensamiento constructivo? ¿Y por qué todo esto es tan importante?
La psicóloga del desarrollo, Alison Gopnik, establece una distinción entre dos factores del aprendizaje: el «proceso de descubrimiento» y el «dominio de lo que se descubre». Los «museos interactivos» parecen focalizarse en el proceso de descubrimiento y prestan poca atención al aprendizaje real. Sabemos que los niños son muy buenos aprendiendo, haciendo preguntas y escuchando -casi siempre- lo que se les dice acerca de cómo funciona el mundo fuera de clase, si se lo contamos bien. Contrariamente a la idea de Piaget de que los niños en edad preescolar son «pensadores primarios», sabemos que son perfectamente capaces de resolver problemas comunes de causa-efecto, como, por ejemplo, el funcionamiento de una máquina con sus engranajes y ruedas. Estas son la clase de líneas del conocimiento a las que hay que sacar partido en los museos.
Gopnik alude a la investigación de Barbara Rogoff que hizo sobre un grupo de niños muy pobres que vivían en pequeñas aldeas de Guatemala. Son niños que han aprendido el complejo arte de hacer tortillas a partir de la masa de maíz. Comienzan por modelar aplanando la masa y avanzan, unos pocos años después, hasta asimilar el proceso completo de elaboración. A lo largo de este último período, los niños observan a los adultos, preguntando constantemente sobre cada uno de los pasos y reciben respuestas –ese es el entrenamiento de un maestro de las técnicas -, lo que Gopnik denominó «descubrimiento guiado».
Los niños guatemaltecos, probablemente no aprenderían a hacer las tortillas con tanta maestría si se tratara de una asignatura de una escuela primaria. Aprenderían el vocabulario y memorizarían los pasos, pero no estarían en contacto con el proceso real, lo que supone una lacra para recibir el «aprendizaje útil». Como dice Goopnik: «Imaginemos que el fútbol fuera una asignatura de ciencia en las escuelas más pequeñas. Los niños en edad escolar obtendrían referencias sobre la historia de los mundiales y futbolistas famosos. Los estudiantes de escuela secundaria podrían, a su manera, saber sobre partidos, jugadas famosas y futbolistas del pasado. Además de esto, no se les permitiría pegarle una patada a un balón hasta que no estuvieran graduados». ¿Conclusión? Paralelamente a esa realidad inventada, imaginemos que en los museos de ciencia hubiera campos de fútbol, balones… de todo. ¿Qué conexiones harían falta para que los niños y niñas aprendieran lo que realmente es el fútbol?
Seguimos disponiendo de algunas herramientas muy útiles para conseguir esa conexión, como la didáctica profesional y la presencia de monitores en los museos (o alguna clase de revisión formativa) y, sobre todo, la práctica activa. Involucrar a los visitantes de las exposiciones con monitores capaces de fomentar la acción sobre el aprendizaje, así como de revisar y actualizar los aprendizajes, es fundamental para la misión de todos los museos- no solo para los de ciencia y descubrimiento-. La retroalimentación es el resultado de la vanguardia de la verdadera interacción, que puede ser útil- o bien pensada- mediante la construcción a partir de resultados ya conocidos. Las exposiciones pueden valorarse pensando en una retroalimentación continua, y ayudando a los monitores a comprender qué es lo que verdaderamente se asimila o se puede hacer con ese aprendizaje. Si la conexión entre las acciones didácticas y los resultados no son, ni claros ni evidentes, la efectividad de la interacción estará comprometida o será nula.
La observación es una de las cualidades por las que los humanos somos tan buenos aprendiendo en comparación con otros animales. Los niños observan a sus padres, hermanos y otras personas para incorporar las observaciones a sus propias actividades. La investigación nos muestra lo rápidamente que un niño pequeño puede aprender a resolver un problema, o a crear una estrategia, si observa a alguien haciéndolo primero (usar un tenedor para comer espagueti, por ejemplo). Los aprendizajes son formas basadas y estructuradas a partir de la observación, que acompañada de una didáctica activa nos ayuda a aprender más rápidamente que con el uso de cualquier otro método (tomar la posición correcta de las manos para sujetar el palo de golf, para el swin, el putt, etcétera, si queremos aprender a jugar correctamente al golf) y a asimilar las sugerencias sobre nuevas acciones específicas a partir de la dinámica de la prueba-error. Algunos museos hacen un uso efectivo del aprendizaje con la incorporación de guías que explican toda tipo de cosas y contestan a nuestras preguntas y curiosidades; guías que ayudan a los monitores a realizar experimentos e incluso pueden llegar a actuar. Otros museos utilizan introducciones que sugieren puntos de partida para realizar una determinada actividad. Por ejemplo, en su exposición «Ingénialo!», El Museo de Ciencia e Industria de Oregón construye parcialmente estructuras de granito sugiriendo a los visitantes que las completen como se les ocurra.
La práctica es otra actividad citada por Gopnik que potencia al aprendizaje. Sencillamente, eso es lo que hacen los jugadores de baloncesto si quieren meter más canastas o un violinista llenar un teatro, practicar y practicar. Las visitas a los museos son normalmente breves; los museos no tienen la capacidad de ofrecernos oportunidades para disfrutar de una práctica extensa, pero sí de brindarnos la oportunidad de intentar una actividad, habilidades o intereses factibles en un corto período de tiempo. Un ejemplo: crear una exposición donde los visitantes puedan exponer sus fotografías realizadas con cámaras fotográficas digitales, con la posterior retroalimentación de un monitor experto que les diga e indique cómo se puede mejorar.
Evitando ponernos demasiado académicos, podemos decir que el pensamiento se define como un proceso consciente que implica problemas de resolución, contemplación, reflexión, planificación, experimentación dirigida y, por supuesto, muchos otros. ¿Qué es lo que el museo puede hacer? Un elemento fundamental podría ser la adaptación del entorno físico de las exposiciones, de manera que los visitantes prestaran más atención a las personas que los reciben. Para ello, no solo se puede realizar una estimulación visual en el entorno inmediato, sino también una interrupción en la contemplación o reflexión de los observadores. Más allá de eso, intentamos remarcar que los museos, especialmente los » interactivos»- como los centros de ciencia y los museos infantiles-, pueden promover el pensamiento de la siguiente manera:
- Proporcionando a los visitantes exposiciones que ofrezcan retroalimentación extensiva que pueda explicarles claramente la eficacia de sus acciones, motivándoles para que se produzca una participación más activa con los contenidos.
- Proporcionando guías o monitores capaces de dirigir a los visitantes sin resultar pesados o eruditos.
- Proporcionando modelos de observación a los visitantes-pueden ser incluso otros visitantes o modelos físicos-, que puedan sugerir puntos de partida y estrategias para que lleven a cabo una actividad práctica y generen habilidades.
- Proporcionando a los visitantes actividades en las que puedan poner de manifiesto su aprendizaje previo y obtengan con ello un determinado reconocimiento o manifestación de éxito por el logro conseguido.
- Proporcionando a los visitantes actividades que fomenten su curiosidad y sus ganas de saber más.
Existen algunos métodos adicionales que el museo puede activar para inducir a los visitantes a que piensen: la interacción social – conversaciones -puede ser muy estimulante. Los museos deberían brindar oportunidades para la interacción social en torno a la exposición. De esta forma -y otras muchas-, serán capaces de fomentar sustancialmente su compromiso de misión para aumentar nuestra capacidad de pensar. Esta práctica puede estar perfectamente ligada al tema de la exposición, mediante la provisión de oportunidades adicionales de aprendizaje, ya sea organizando clases, talleres o, incluso, fuentes de recursos tutoriales en su web. Finalmente, los museos pueden ofrecer oportunidades para que el observador tenga en cuenta el comportamiento de sus reacciones y pensamientos sobre referencias visibles, como pueden ser los foros de opinión, videos o las listas de correo.
En el artículo de hoy, hemos intentado poner de relieve la importancia del pensamiento como parte la experiencia del visitante en los museos. No se trata de que estos se olviden de los placeres meramente estéticos, la contemplación de la belleza, o el hecho de tomarnos un café en sus jardines. Los museos son lugares para disfrutar de lo estético y del valor oculto, que no tiene porqué responder a nada en concreto; son lugares, incluso, para la mera divagación contemplativa. Nosotros creemos que a muchos de los visitantes les gustaría aprender cosas nuevas, como gestionar su pensamiento de una forma positiva como parte de su experiencia. El problema es que muchos museos aplican una metodología museográfica que dificulta la fluidez del pensamiento. Si generásemos un diseño que nos ayudara a pensar, las experiencias en nuestros museos serían mucho más valiosas y memorables.
Recursos:
Robert L. Russell (2012): Diseño para pensar en los museos. The informal learning review. http://www.informallearning.com/archive/Russell-71.htm
Artículo de Alison Gopnik (2003): , «How We Learn». Artículo publicado en el New York Times: Suplemento d educación y vida. Enero 16, 2003: http: //www.pages.drexel.edu/~pa34/howwelearn.htm
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