Hoy vamos a reflexionar sobre los objetos que exhibimos y la importancia que tienen. Pensaremos en su carácter y en sus valores intrínsecos, aquellos que pretendemos preservar. Intentaremos hacer un breve recorrido por ese conjunto de valores, centrándonos no tanto en cómo, sino en qué conservar. Actualmente, cuando la digitalización se ha convertido en una herramienta poderosa al servicio de los museos, es muy importante tener en cuenta la importancia de los objetos originales.
Los museos actúan, por naturaleza, bajo dos aspectos básicos: adquirir y exhibir objetos. No se trata de valores absolutos sino que varían en función de las circunstancias de las exposiciones. Un mismo objeto puede tener distinto significado en diferentes exposiciones. Esta forma de inspirarse y obtener conocimiento a partir de una serie de objetos es muy similar a lo que el antropólogo francés Claude Lévi Strauss, denominó «bricolaje», que en ocasiones, se utiliza en el contexto de los museos. La definición es la siguiente: «para hacer un uso creativo e ingenioso de cualquier material disponible (independientemente de su propósito original). El «bricolaje» francés, o los «retoques» en inglés, es un término muy útil para analizar objetos en el proceso de exposición en los museos. Son los propios objetos los que pueden ayudarnos a comprender su complejidad y ayudar a difundir los diferentes aspectos en la conservación de las colecciones.
Cuando las colecciones son privadas, también se produce una entrada y salida de objetos. El coleccionista añade elementos, invierte pensamientos y sentimientos sobre dichos objetos y, en última instancia, hace que la colección se exprese al mundo más como un símbolo para su interés propio que para los valores a los que inicialmente estaban destinados esos objetos. Esto es especialmente evidente en el caso de las colecciones de libros, donde puede haber malentendidos en cuanto a las intenciones del coleccionista, ya que, aparte de su valor como objetos, su finalidad es la lectura. Antiguamente, los coleccionistas de libros eran señalados por atesorar libros que no leían. «El ignorante coleccionista de libros» escrito por Lucian, describe cómo los coleccionistas se preocupaban más de los libros como objetos que por su contenido. Algo similar aparece en el incunable «Das Narrenschiff», escrito por Sebastian Brant: «el coleccionista ni siquiera puede leer todos los libros que reúne en su biblioteca. Sin embargo, como vemos, los cuida limpiándolos constantemente». El cuidado y la recopilación suelen ir de la mano, pero el tono burlón e ingenioso de estas publicaciones pasa por alto el hecho de que el propietario puede coleccionar objetos por razones muy personales y sentimentales, no importa cuáles.
La idea de que invertimos valores en los objetos y nos sentimos apegados a ellos, muestra una antigua capacidad del hombre descrita, en ocasiones, como premoderna en una línea de tiempo – definiendo la modernidad como el momento en que la ciencia y la racionalidad se volvieron dominantes -. Aún así, esta idea pre-moderna de valores asignados a los objetos está muy viva en los museos actuales. En esa transición de la teoría a la práctica, ¿qué capacidades poseen los objetos expuestos en nuestros museos? Las historias que narran constituyen un bricolaje, pequeñas narraciones que surgen de un conjunto de cosas con algo que contarnos.
Podríamos hablar, en primer lugar, de la amplia «capacidad evocadora» de los objetos de los museos, porque provocan sentimientos y emociones, y a veces, en función del significado que tienen para nosotros, consiguen acariciarnos el alma.
Otra capacidad de los objetos es la «comprensión intuitiva». Tratamos de explicar el paso del tiempo diciendo, por ejemplo, «hace cinco millones de años…», pero resulta muy difícil hablar de duración de ese tiempo pasado. No solo queremos comprender el tiempo, queremos, además, experimentarlo, y eso es lo que los museos pueden ofrecernos. Si echamos un vistazo a un esqueleto que tiene cinco millones de años e imaginamos que un segundo equivale a mil años, necesitaríamos una hora y veinte minutos para abarcar los cinco millones, lo que, por cierto, es un tiempo relativamente corto en la historia geológica. Ese sería el ritmo aproximado.
La autenticidad, o la sensación de hallarnos cerca de la historia, se puede demostrar a partir del objeto. La «identidad» es otra característica que los elementos del museo son capaces de transmitir. Los objetos pueden presentarse como prueba de una herencia legítima que refleja, incluso, la política actual. Esto puede resultar muy relevante para las naciones jóvenes que buscan una identidad histórica.
El famoso historiador del arte italiano Cesare Brandi, distingue entre el «valor estético y el valor funcional». El estético es probablemente el valor más evidente y apreciado de los objetos de los museos, por lo que se muestra en el arte – desde artesanía y escultura hasta arte pictórico – y puede considerarse como uno de los más atractivos para ser preservado.
También debemos prestar especial atención al «valor económico». Puede resultar tentador exagerar este valor en detrimento de otros más intrínsecos pero menos rentables. En este sentido, se han destruido muchos valores dentro del arte y la artesanía a lo largo de los siglos. El concepto de valor económico es tan fácil de entender que suele utilizarse como argumento a la hora de preservar y proteger los museos. Ocurre con frecuencia que no atraen el interés de sus dueños hasta que estos son conscientes de su valor monetario (herencias).
La «localización» es otro rasgo inherente a ciertos museos, que, además de estar ligado a la capacidad de viajar – salvo cuando vemos imágenes en una web -, resulta difícil de preservar como paisaje, dada su naturaleza. Le Chemin des Dames, por ejemplo, es una zona en la que se produjeron algunos de los combates más terribles durante la Primera Guerra Mundial que no se pueden entender del todo sin visitar ese área, que aporta no solo la ubicación exacta sino el color, algo que de otra manera solo se vería en los libros.
La «evidencia» es un aspecto importante que complica al museo el hecho de preservar elementos históricos. El polvo y la suciedad se perciben normalmente como impurezas que deben eliminarse por razones estéticas. Sin embargo, hoy en día, muchos objetos pueden analizarse científicamente y mostrarse como fuentes extraordinarias de conocimiento. Un ejemplo de ello es la tumba de Copérnico en Frombork, Polonia. En 2005 se realizaron excavaciones dentro de la catedral con el propósito de encontrar su tumba. Donde se suponía que estaba, los arqueólogos desenterraron un esqueleto y dieron por hecho que eran los restos de Copérnico. Para probarlo, buscaron objetos que podrían haberle pertenecido, como libros que él poseía. Actualmente se guardan en la biblioteca de la universidad de Uppsala. Las muestras de cabello halladas en el margen interno de algunos libros se analizaron para construir el código de ADN y compararlo con el encontrado en los dientes enterrados del esqueleto en Frombork. La conclusión fue que, efectivamente, habían localizado la tumba de Copérnico. Este ejemplo muestra la importancia de no tener que recurrir innecesariamente a las huellas que aparecen, por ejemplo, en libros antiguos. En otros casos, los análisis de rastros se hacen a partir de muestras de polen.
La «función» es una característica fundamental de los objetos de museo, y de ella depende la forma en que los tratamos. Cesare Brandi menciona repetidamente la «función en sus obras». Las casas son, por ejemplo, uno de los objetos más obvios que deben funcionar para lograr sobrevivir. Los museos industriales ofrecen un nivel más profundo de comprensión cuando los hacemos funcionar. Si nos cuestionamos la cantidad de agua necesaria para fabricar un molino de papel , cuando finalmente tenemos la oportunidad de visitar uno, comprobamos que se necesita muy poca para impulsar la rueda hidráulica. Esta experiencia nos regala una comprensión más profunda de cómo ciertos lugares podrían haber sido utilizados para construir fábricas de papel. Las pinturas a menudo nos dan pistas sobre cómo se veían los objetos históricos – normalmente inexistentes -, y a través de reconstrucciones es posible probar las funciones de los mismos.
¿Qué deberíamos preservar para poder exponer con éxito, es decir, para transmitir un significado a los visitantes del museo? Parece evidente que no es solo el aspecto de los objetos lo que se debe conservarse, sino el mayor número posible de muestras, ya que la apariencia puede variar de acuerdo con las circunstancias. Si tuviéramos que mencionar una única característica de los objetos, probablemente nos quedaríamos con su «capacidad evocadora», aquella que seduce nuestras mentes y acaricia nuestras almas. Podría decirse que es el corazón de las exposiciones el que otorga el verdadero carácter a los objetos antiguos.
RECURSO UTILIZADO PARA LA REDACCIÓN DE ESTE ARTÍCULO:
Per Cullhed (2009): Exposiciones, conservación y significado. Satellite Meeting. «Conservation and preservation of library material in a cultural-heritage oriented context». IFLA Core Activity on Preservation and Conservation (PAC) and IFLA Preservation and Conservation Section. Septiembre 2009. Roma, Italia.
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Un comentario en «El «Alma» de los Objetos»