En los últimos diez o quince años, se han fomentado nuevas formas experimentales de educación en las galerías de arte. Poniendo un ejemplo, iniciativas recientes como «Curador por un día», «Laboratorio de Estética» o el «Laboratorio de Arte» han contribuido de manera importante al desarrollo de diferentes y modernos modos de percibir el encuentro didáctico en los museos de arte que se produce entre visitantes, obras, educadores y, en algunos casos, con los propios artistas.
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El origen de estas iniciativas educativas lo encontramos en la necesidad de renovar la relación entre las galerías de arte y sus audiencias, y en que las sensaciones individuales vividas por los visitantes ante las obras expuestas se han convertido en un elemento fundamental dentro de la experiencia del museo. Mediante la incorporación de nuevos enfoques constructivistas en el aprendizaje del arte – que van más allá de la visión educativa tradicional de la transmisión del conocimiento de docente a alumno sin retroactividad -, este esfuerzo se ha ido orientando a cómo educadores y visitantes, trabajando juntos, pueden enmarcar y estimular los procesos de aprendizaje individuales y/o colectivos hacia el arte.
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A un nivel más general, la introducción de entornos educativos experimentales se relaciona con una tendencia importante entre los museos occidentales para iniciar cambios radicales hacia prácticas más inclusivas relacionadas con el arte, basadas en una comprensión dinámica y compleja de la relación entre aprendizaje y cambio social (Sandell 2002). Aunque parece ser que estos procesos han comenzado algo más tarde en las galerías de arte que en otro tipo de museos (Hooper-Greenhill 2007: 4), muchos de ellos, en occidente, hacen un esfuerzo considerable por llevar a cabo proyectos dirigidos a distintos grupos sociales, más allá de sus audiencias fieles o cautivas (Illeris 2008: 7-10). Las declaraciones de misión centradas en las experiencias del visitante así como las iniciativas educativas del museo o galería, como la organización de «laboratorios», «talleres», «eventos», etcétera, son cada vez más significativas en los museos de arte. Por otro lado, la actitud nueva y positiva hacia la educación, en un sentido amplio, ha aumentado el número y la importancia del personal educativo en museos y en algunas galerías, donde colaboran con profesionales de otros departamentos ( no solo el curatorial), a lo largo del proceso de planificación de exposiciones (Illeris 2007: 44).
A su vez, los avances en el desarrollo de esta nueva relación entre los museos de arte y sus visitantes se centran en el campo de los estudios de la cultura visual, una nueva área de investigación abierta y dinámica, que involucra a académicos con diferentes antecedentes disciplinarios, como sociólogos, humanistas, teóricos de los medios de comunicación, historiadores del arte y museólogos. Un tema clave en el estudio de esta forma de cultura visual es el análisis exhaustivo del acto de mirar como una entrada «natural» y «objetiva» al mundo que nos rodea. Cada vez hay mayor interés por comprender esos diferentes modos de mirar, estudiando las «prácticas» y sus «estrategias» de cara a la creación de exposiciones, sin perder de vista su marco histórico y social, que influirán en el qué y el cómo observamos el arte ( Sturken y Cartwright 2001, Elkins 2003). Si bien la disciplina de la historia del arte se ha focalizado tradicionalmente en el estudio de la obra artística como un objeto solitario que puede exhibirse, interpretarse y entenderse únicamente por un especialista (como objeto no desempeña un papel activo en sí mismo), los estudiosos se ocupan actualmente del arte desde una perspectiva de la cultura visual activa y universal. Expertos como Svetlana Alpers (1984, 1991), Norman Bryson (1991) y Barbara Stafford (1999), han analizado, aunque de maneras muy diferentes, cómo se construyen y mantienen ciertas prácticas en la» mirada» de los visitantes cuando se encuentran cara a cara con el arte. Otros académicos, con un enfoque claramente museológico, como es el caso de Carol Duncan (1995) y Andrew McClellan (2004), han profundizado sobre la cultura visual en relación a cómo se construyen las percepciones del visitante en los museos y galerías de arte a partir de la relación visitante-museo. Pero tan solo unas pocas investigaciones acerca de esta cultura visual se orientan explícitamente hacia las formas en las que el arte y/o las prácticas expositivas se relacionan con sus espectadores. Además, en lugar de utilizar conceptos generados a partir de estudios de caso inspirados etnográficamente , en forma de observaciones analíticas y entrevistas ( por ejemplo), la mayoría optan por investigar imágenes y otros fenómenos visuales «predeterminados».
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En cualquier caso, estamos hablando siempre de mirar el arte y «verlo». Si bien el «ojo disciplinado» es la forma de mirar el arte intencionadamente, pero predefinida por curadores y guías, el «ojo estético» es la práctica de hacerlo conectando con las facultades naturales e innatas del espectador libre e individual, sin estar influenciado por nada ni nadie. De hecho, la organización visual construida para satisfacer y estimular el ojo estético es la galería de cubos blancos de arte moderno, concebida para permitir a los visitantes contemplar las obras de arte sin las perturbadoras interrupciones eruditas, algo que no ocurría en los museos templo de los siglos XVIII y XIX. Actualmente, en el museo de arte moderno, por ejemplo, el ojo debe liberarse de restricciones «innecesarias» para favorecer un encuentro limpio y altamente intensificado entre un número limitado de obras de arte cuidadosamente seleccionadas y el público. En cierto sentido, estos eventos pretenden restaurar la «primera personalidad» de las obras de arte dejándolas «solas» y «libres» para que puedan entrar en un diálogo visual con sus espectadores. Desgraciadamente, las obras de arte suelen ser silenciadas de una manera más sutil por la estrategia expositiva, porque, si seguimos los discursos sacrosantos del «high modernismo divino de la muerte», la posible profundidad del contacto entre la obra y el espectador nunca se producirá realmente sobre la base de crear una comunicación, sino más bien se inducirá un estado de intensa y absoluta inopia por parte del visitante hacia las obras. Aquí, el papel ideal que deberían adoptar las obras de arte no es el de «hablar» sobre la nada, sino el de simplemente «ser» (Duncan 1995: 16-17).
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Por estas razones, el visitante puede sentirse muy solo en los escenarios de los museos de arte, especialmente en los de arte moderno. Prácticamente sin guías, o ninguna directamente, sin textos, ni etiquetas, sin apoyos cronológicos o temáticos, el visitante ha de realizar un tipo de visualización en primera persona basado en sus propios sentimientos e intuición. Debido a la invisibilidad de la primera persona real (el autor), y el contexto de una normalmente «esterilizada» exposición que se esconde detrás de paredes blancas aparentemente «neutrales» y que no ofrece guía alguna o explicación, como decimos, los visitantes, cuando se les pide directa o indirectamente que se pongan en «modo ojo estético», a menudo se niegan, alegando que «no entienden el arte» (Bourdieu y Darbel, 1969). ¿A nadie le preocupa esta realidad en el mundo de la exposición del arte moderno?
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Un entorno educativo construido para potenciar el ojo estético de los espectadores podría ser el taller- en un espacio separado de la exposición-, donde los visitantes experimentasen con el lenguaje de la expresión artística, sin molestar a aquellos que se encuentran en los salones del templo de las exposiciones. De acuerdo con las ideas estéticas de la configuración del museo de arte, el objetivo de este entorno educativo es liberar las fuerzas intuitivas del visitante permitiéndole explorar su propia veta creativa y, de ese modo, estimular su ojo intuitivo, empático y verdaderamente estético en su relación con las obras de arte de la exposición. En aquellos primeros talleres, establecidos durante los años setenta, setenta y ochenta del siglo pasado, se pedía a los participantes que se involucraran con el profesor/a del taller, normalmente un artista, que actuaba más como facilitador/a que como profesor/a. Como consecuencia, al educar el ojo estético, el profesor/a se esforzaba por neutralizar su autoridad para entregársela a los participantes del taller- incluso sin entender éstos las sutiles expectativas que se tenían como objetivo del ejercicio-, y hacía que se sintieran protagonistas absolutos en todo ese juego de comprensión creativa.
Debido a que físicamente estos ejercicios tienen lugar fuera del entorno de las salas de los museos, no sorprende que los talleres hayan tendido a vivir sus propias vidas mediante la creación de eventos visuales separados de las actividades del museo. De hecho, se han desarrollado prácticas de taller y «métodos» bastante diferentes desde los años setenta hasta hoy, de acuerdo con las diferentes ideas e ideales del líder del taller y del personal del museo. Siguiendo los discursos de lo que en Occidente llegó a conocerse como Formning («Artes creativas») (Illeris 2002: 119-161) en muchos casos se ha valorado como un éxito que los participantes «hayan sido creativos», «hayan vivido una experiencia estética» y, eventualmente, «se hayan librado de la dictadura de la erudición artística». Este ideal todavía podemos encontrarlo en la pedagogía de los talleres que se organizan en algunos museos de arte contemporáneo (Ringsted y Froda 2008: 40-43, por ejemplo), basados generalmente en el diseño de un aprendizaje acoplado al perfil de cada visitante (personalización de la experiencia).
RECURSO:
Illeris, H. (2016): Visual events and the friendly eye: modes of educating vision in new educational settings in Danish art galleries. The Danish School of Education, University of Aarhus, Dinamarca.
Foto principal: NZ Opera
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