Los últimos tiempos han estado marcados por las protestas en todo el mundo, promovidas por comunidades que esgrimen cuestiones de raza, identidad, cultura, historia y simbolismo. La gente está saliendo a la calle para definir su posición respecto a la sociedad en la que vive, intentando poner voz a los numerosos conflictos identitarios que se producen todos los días, y sobre cómo se defienden estas identidades respecto a toda clase de desencuentros (y guerra). Estas cuestiones han perseguido a occidente, y a otras zonas del planeta, con activistas que utilizan el poder de los medios sociales para asegurar que sus manifestaciones serán escuchadas (algunas muy desafortunadas – pegarse la mano a un cuadro -). Además, el patrimonio y sus representaciones, están actuando como poderosos símbolos referentes para las personas, comunidades, su historia, y para la sociedad en su conjunto, transformándose en potentes referentes de una realidad que a veces daña a muchos. Por otra parte, los museos, como administradores públicos de nuestra historia colectiva, se encuentran inmersos en la lucha por la representación, la identidad y la cultura material.
La sociedad occidental está empezando a reconocer las complejidades de la identidad humana, incluidas las cuestiones de raza, la orientación sexual, y el género. Los gobiernos se retrasan notablemente en el ritmo de la evolución social, con censos de población que se transforman, día a día, en numerosas variables, urgiendo a la forma en que se recogen y analizan los datos que ayudan a gestionar esa cambiante realidad. En Estados Unidos, desde el año 2000, el censo ha permitido que una persona se identifique como perteneciente a más de una raza. En esta década, el número de personas que eligieron esta opción multirracial se ha duplicado desde entonces. Los nuevos padres tienen más probabilidades de identificar a sus bebés como pertenecientes a más de una raza, y los niños mayores son más propensos a cambiar la identidad asignada por sus padres, identificándose como multirraciales. Paradójicamente, mediante este fraccionamiento de las categorías de raza y cultura, los cambios en el censo pueden ralentizar los enfoques de la condición de «minoría mayoritaria», ya que ahora, muchos hispanos optan por auto-identificarse como blancos.
Se comienza a aceptar también, una vez que ya no se obliga a la gente a que se identifique dentro de categorías binarias, que la orientación sexual y el género son la misma cosa. El dieciséis por ciento de los estadounidenses no se identifican a sí mismos como totalmente hetero ni completamente homosexual, pero si se ven en algún punto intermedio. Otras personas son capaces de reconocer que su género no se relaciona con sus genes o la morfología. Los sistemas sociales y legales, así como el entorno construido, poco a poco se están adaptando para reflejar estas complejidades. (En 2014 Facebook proponía a los usuarios 58 opciones de género, así como tres pronombres). Son ya muchas la universidades norteamericanas que aceptan el género «neutro» para dar cabida a estudiantes que así se autodefinen. La aceptación en la flexibilización de las fronteras de la identidad personal pueden a su vez generar dificultades en el control de la representación individual, sobre todo en lo referente al derecho a reclamar esa identidad personal, si no no nos corresponde realmente. ¿Hay límites para el derecho a reclamar la propia identidad?
El panorama no es más sencillo cuando hablamos de grupos en lugar de individuos. ¿Quién defiende el nombre de una comunidad? Mientras que los partidarios de «Cambiar la mascota», en una campaña de presión sobre el equipo de los Washington Redskins de la NFL, se manifestaron para que deje de usarse ese nombre ya que lo consideran un insulto racial («pieles rojas»), algunos nativos americanos lo hicieron en apoyo del apodo del equipo. Para complicar aún más las cosas, la cultura no es sólo una cuestión de edad entre padres; es también una cuestión de herencia. ¿Tiene una persona criada en una cultura determinada la obligación de representarla? La Nación Navajo se ha manifestado con relación al tema de permitir que un miembro de su tribu que no hable el idioma navajo les represente en la administración pública, como era obligatorio para ellos históricamente; finalmente se decidió modificar los requisitos de elección para hacerla más abierta.
El auge de los medios sociales ha cambiado la dinámica de estas reivindicaciones, tanto en la aceleración del cambio como en la amplificación de los conflictos. Twitter (por no mencionar Tik Tok) es el megáfono de última generación, facultando a los manifestantes para dar a conocer sus preocupaciones directamente a un público masivo, sin el filtro de la prensa. Esta amplificación puede crear sus propias cuestiones relativas a la representación de una tweet-tormenta que no puede distinguir entre el consenso dentro de una comunidad y las posiciones periféricas. Los medios sociales, especialmente las plataformas anónimas, a menudo estimulan a las personas a convertirse en la peor representación de si mismas, sin filtrar. Son numerosos los ejemplos en los que en redes sociales se dejan al descubierto cepas de racismo que nunca habrían surgido desde el diálogo civil.
La cada vez más compleja naturaleza de la identidad hace que sea difícil la moderación de voces enfrentadas para hablar en nombre de una comunidad. Hace un tiempo, el Museo de Bellas Artes de Boston fue el blanco de una protesta de una parte de la sociedad instigada por una simple (algunos dirían simplista) campaña de selfies: se animaba a los visitantes a ponerse un kimono y hacerse una foto frente a la pintura de Monet «La Japonaise». Las críticas a esta propuesta (?), a su vez, provocaron una violenta respuesta de defensa, entre ellos de las personas de origen japonés que se llevaron sus propios kimonos para hacerse la foto, haciendo que el cónsul general adjunto de Japón en Boston saliera a la palestra en defensa del buen nombre del museo. Una blogger americano japonesa señaló que «los grupos más ofendidos por la campaña del Kimono no eran japoneses, ni tampoco asiático-americanos, eran los blancos», y criticó a los medios de comunicación por el tratamiento público que se hizo definiendo a «todos los americanos asiáticos como un grupo homogéneo». Las cuestiones sobre la representación de la identidad en los museos, no sólo representan un territorio de tratamiento muy delicado a nivel individual e institucional, sino también en el ámbito público, sobre todo cuando se lidia con recordatorios tangibles de un pasado doloroso.
Ya sea porque buscan un papel activo o no, los museos están llamados a actuar como una especie de árbitros culturales. Últimamente en España, con relación a los símbolos franquistas por ejemplo, se ha producido una gran polémica en determinados sectores de la sociedad sobre la eliminación o no de determinadas estatuas y placas conmemorativas. Hay quien pretende dar fin a la discusión apuntando una propuesta sobre cómo «trasladar todo este conflicto a los museos». ¿Qué significa esto?, ¿qué hay personas que quieren que los museos sirvan como bunkers protectores contra determinados conflictos sociales? ¿O quieren que los museos almacenen la conflictiva memoria histórica, fuera de la vista y del consciente colectivo? O, por el contrario (idea optimista), ¿la gente desea que los museos fomenten el debate productivo, el diálogo y la reconciliación?
Con respecto a las propias colecciones de los museos, ¿qué significa «apropiación cultural» (más allá de las cuestiones legales de patrimonio cultural)? ¿Cuándo es conveniente y necesario contar la historia de los conflictos fratricidas que están detrás de tantas colecciones museísticas (en bellas artes, artes decorativas, objetos de valor histórico o incluso especímenes de historia natural)?, y ¿cuándo es correcto mantenerse al margen de consideraciones historias para «no ofender» a determinados sectores de la población? ¿Hay temas que deberían ser sólo abordados adecuadamente por las personas o grupos implicados, genética e históricamente?
En las últimas décadas, los museos han tratado de compensar la falta general de tratamiento metodológico para este tipo de «conflictos de memoria», con el uso de asesores externos. Además, dada la naturaleza controvertida de la identidad, puede que para los museos e instituciones del patrimonio sea cada vez más difícil tratar los temas relacionados con la representación de grupos e individuos, gestionando colecciones de referencia de los intereses de determinadas culturas enteras, razas, comunidades, grupos sociales, etcétera. ¿Puede un museo hablar en nombre de un conjunto? ¿Quién valida la forma en la que un museo gestiona la memoria histórica?, ¿quién está legitimado para impugnar o no las colecciones?
Para evitar conflictos, creemos que los museos deberían:
- Crear formas productivas para gestionar la posible controversia dentro de la propia esfera del museo, anticipando y promoviendo conversaciones «delicadas» entre grupos de representación social y sacar así conclusiones consensuadas, si fuera posible. Reconocer que ningún grupo es homogéneo, y saber que no existe persona o conjunto de personas que eviten las críticas al museo. Probablemente habrá una diversidad de opiniones dentro de cualquier grupo, y todo lo que se necesitará para comenzar un conflicto es un hashtag de Twitter. Hay que saber aceptar estas posibilidades y no dejar que nos amedrenten.
- Darse cuenta de que algunas personas experimentan su visita al museo en el contexto de su propia identidad y preocupaciones. Guiados por su visión y misión, los museos pueden centrarse en aportar significado estético o científico a sus colecciones, y nada más; otros, en cambio, puede que interpreten las colecciones a través de la rigurosa lente neutral de la cultura y de la historia. Pero, ¿cómo pueden los museos validar y reconocer que esas formas son las que deben ser, y no otras?
- Ser conscientes de que las personas experimentarán la visita al museo desde el punto de vista de su propia identidad y consideraciones. Motivados por su misión, los museos deben centrarse en la estética o valoración científica de sus colecciones, aunque también los habrá que lo hagan desde el punto de vista riguroso de la historia y la cultura. Pero, siempre teniendo muy en cuenta de cómo cada institución podrá valorar esas perspectivas, ofreciendo garantías de neutralidad al público.
- Decidir racionalmente cómo y cuándo se almacenan y reubican los iconos culturalmente «delicados». Esto puede conllevar confrontar símbolos ofensivos en propiedades propias de un museo, lugares históricos y monumentos conmemorativos, que reconocían a personajes que ahora es mejor relegar al olvido más absoluto. En algunas comunidades, sabemos que esto puede significar que se promueva el alejamiento de determinados segmentos de visitantes y seguidores del museo, pero hay que hacerlo.
- Considerar la posibilidad (muchos lo han considerado una obligación) de jugar un papel relevante en el diálogo de la comunidad: la desactivación de la polémica, la conservación, la reconstrucción. Esto podría tomar forma desarrollando actividades básicas habituales del museo: coleccionando y exhibiendo los artefactos y las historias orales que documentan los conflictos y demandas de cambio social. Pueden ir más allá de ser intermediarios, reuniendo a las personas de buena voluntad para encontrar un terreno común sobre temas polémicos.
Debemos echar una nueva mirada a nuestro propio entorno para determinar si la información que se envía al exterior, por ejemplo a partir del uso de determinada señalización, podría ayudar a todos los visitantes a saber que son bienvenidos, sea cual sea su condición, y a dejar sus prejuicios en el guardarropa. Los museos deben ser espacios de convivencia neutral.
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Fotografía: NBC News – Legacy Museum opens in Montgomery, Alabama, to highlight slavery, lynchings.