En una discusión reciente sobre el desarrollo de los estudios de visitantes de museos, Eilean Hooper-Greenhill señalaba que ha habido una importante transformación de «pensar en los visitantes como un público de masas indiferenciado a comenzar a aceptar a los visitantes como intérpretes activos y ejecutantes de prácticas de creación de significado dentro de sitios culturales complejos» (2006, p. 362). También manifestaba que se han producido cambios desde los modelos basados en la psicología conductista y la comunicación del «experto al novato…» (ibid.) Y, especialmente, en los últimos diez años, hemos ido hacia lo que ella llama un «paradigma interpretativo» (ibídem.). Por lo tanto, explica, muchos de los estudios anteriores se orientaban a preguntas sobre si el público había logrado entender, o no, la información erudita que se le proporcionaba en la exposición. Se conceptualiza al visitante como una esponja más o menos absorbente, luchando por asimilar el conocimiento experto que aporta el museo. En los museos de ciencia e historia natural, en particular, las exposiciones se solían evaluar sobre la base de su eficacia en la transmisión de conocimientos fácticos a quienes las visitaban (Lawrence, 1991). Dentro de este modelo, el diseño se consideraba importante para «encapsular mensajes» y, por lo tanto, para ayudar a «transmitirlos» a la división entre expertos y visitantes. Sin embargo, dentro de un «paradigma más interpretativo», el diseño se reconoce más plenamente como una parte integral de la experiencia del público, con implicaciones potencialmente de mayor alcance para estructurar la naturaleza misma de esa experiencia, en lugar de proporcionar simplemente un medio más o menos atractivo de presentar los contenidos.
Incluso dentro de los estudios centrados en la educación, se ha detectado un cambio de dirección similar (Hein, 2006). Esto generalmente se plantea en cuanto a una variación de enfoque desde lo «conductista» (en el que el visitante responde, más o menos bien, al estímulo del museo) hacia lo «constructivista», «que enfatiza la entrada del alumno/persona en el proceso de creación de significado» (Macdonald, 2006, p. 321; Hein, 2006). John Falk et al., del Institute for Learning Innovation, han discutido las implicaciones de este reconocimiento para los modelos de aprendizaje que el museo intenta promover, haciendo hincapié en lo que denominan «aprendizaje de libre elección» (2006). Para investigar este tipo de aprendizaje, argumentan, se requieren enfoques diferentes a los ideados sobre la base de un modelo de transmisión del conocimiento, con el fin de captar formas más situadas, contextualizadas y difusas que puedan estar involucradas. Por esta razón, han ideado un enfoque que se ha denominado «mapeo de significado personal», mediante el cual se intenta evaluar la amplitud y profundidad del aprendizaje de los visitantes, y no solo su cantidad.
Junto a estos estudios – generalmente sobre educación – también ha habido otras dos líneas predominantes sobre la investigación de visitantes. Una de ellas, quizá la más común, es el trabajo de encuestas – normalmente realizado por los propios museos -, contratando probablemente empresas de investigación de mercado. Hooper-Greenhill llama a esto «contar y mapear» (2006, p. 368). Por lo general, proporciona datos sociodemográficos básicos sobre visitas, junto con información acerca de qué exposiciones o galerías particulares se visitan, visitas repetidas y, en ocasiones, sobre otras actividades de ocio. A veces, se introducen «calificaciones de satisfacción», generalmente basadas en preguntas simples sobre lo que gustó, tal vez empleando puntuaciones de preferencia (por ejemplo, escalas Likert). Sólo en raras ocasiones se utiliza de forma analítica para intentar profundizar más en las cuestiones referentes a las diferencias entre los segmentos de audiencia en sus respuestas a las exposiciones, o para explorar lo que podría implicar la expresión de una preferencia particular. El estudio más famoso de este tipo, como señala Hooper-Greenhill, es el del sociólogo Pierre Bourdieu, cuyos hallazgos comparativos en cuatro países europeos sugieren importantes diferencias de «gusto» en el arte (y por asociación en diferentes enfoques museológicos) sostenidos por diferentes fracciones de clase (Bourdieu y Darbel, 1991). En esta investigación vemos cómo las preferencias expresadas se ubican dentro de un contexto social más amplio y, como se teoriza a través de las nociones de Bourdieu sobre lo «cultural» y otras formas de «capital», ayudan a reproducir las diferenciaciones sociales. A pesar de que se llevaron a cabo en la década de 1960, estos estudios siguen siendo de los pocos que han abordado cuestiones de clase social y recepción de exposiciones (Fyfe, 2006), aunque algunos análisis han correlacionado, por ejemplo, niveles educativos con hallazgos que tienen que ver con el contenido. Asimismo, otras diferenciaciones sociales como el género, la edad y la etnia han recibido cierta atención, si bien todavía bastante limitada, en estudios individuales (Fyfe, 2006).
Sin embargo, cabe señalar que los argumentos sociológicos sobre la individualización (Beck y Beck-Gernsheim, 2001) sugieren que es probable que los patrones socioeconómicos del tipo que se discuten en la investigación de Bourdieu sean cada vez más difíciles de identificar. Esto se reconoce en la forma en que la publicidad y la investigación de mercado intentan encontrar categorías cada vez más detalladas en las que clasificar los segmentos de población (Addis y Holbrook, 2001). Lo interesante aquí es que en lugar de comenzar con las clasificaciones sociales y ver posteriormente cómo se reflejan en los patrones de consumo (por ejemplo, en los modos de visitar un museo), estos patrones suelen proporcionar el punto de partida desde el cual los tipos sociales, o tal vez, de manera más vaga, formaciones culturales, están identificadas. Ejemplos de estudios de visitantes de museos que funcionan de esta manera se incluyen en el trabajo de Veron y Levasseur (1983) y Macdonald (1992, 2002), ambos discutidos a continuación; aunque a ninguno se les vincula a características sociodemográficas más amplias.
La otra vertiente de la investigación de visitantes de museos podría denominarse estudios conductuales dirigidos, que analizan aspectos específicos del comportamiento habitual del público en exposiciones desde una perspectiva psicológica social. En estos estudios se observa la cantidad de tiempo que dedica a leer las cartelas, el que pasa antes de que aparezca la «fatiga del visitante», los movimientos espaciales – como la tendencia a girar a la derecha al entrar en una exposición – y la interacción social – la cantidad de tiempo que se dedica a hablar con otros visitantes, por ejemplo – (Dean, 1994 y Falk y Dierking, 2000). Aunque normalmente se basan en exposiciones específicas y estudios bastante pequeños, gran parte de estas investigaciones han buscado hallazgos generalizables, si bien existe evidencia en el trabajo más reciente de una tendencia creciente a tratar de diferenciar entre diversos tipos de exposiciones y, o, poblaciones. En la investigación sobre tecnologías particulares de los museos, por ejemplo, el uso de cartelas es una dimensión significativa y creciente. Al igual que otros estudios sobre visitantes, varía en cuanto a su sensibilidad respecto a dimensiones más amplias del contexto y a las relaciones sociales, así como en la medida en que logra sugerir características y patrones que podrían ser relevantes en otros ámbitos. Aunque esta investigación normalmente se centra más en lo que la gente hace en las exposiciones que en lo que comenta sobre ellas, no se realiza necesariamente desde un punto de vista conductista. Más bien, de acuerdo con el cambio esbozado, el enfoque puede estar, y cada vez más, en las formas variables en las que los visitantes recorren las exposiciones y en cómo, por ejemplo, ciertas tecnologías se «integran en las prácticas existentes» (Grinter et al., 2002) o, como a menudo lo expresan los antropólogos, cómo los visitantes «se apropian» del contenido de la exposición (Miller y Slater, 2000).
La dirección principal en la investigación de visitantes es, pues, enfocar la visita como un proceso situado, diferenciado y relativamente complejo. Esto no significa que el contenido y el diseño de la exposición se vuelvan irrelevantes, al contrario, el desafío consiste en tratar de comprender cómo determinadas formas de exposición se adoptan o se apropian, por lo general, de las prácticas o estilos de vida de los visitantes. Aunque Hooper-Greenhill habla del cambio como aquel que considera a los visitantes como «creadores de significado activos» (2006), es importante notar que lo que se considera involucrado aquí no es necesariamente consciente o autoinformado, o «ideación privada» (Stevens y Toro-Martell nd, p. 5). Los estudios que ella destaca como indicativos de la nueva dirección, emplean metodologías mixtas que incluyen una contribución etnográfica bastante sustancial, con observación directa y entrevistas semiestructuradas abiertas (generalmente con visitantes en los grupos en los que ellos visitaron). También llevan a cabo un análisis interpretativo de los relatos de los visitantes, prestando, por ejemplo, atención a la estructura narrativa o al empleo de determinados tipos de vocabulario. Asimismo, debe notarse aquí que ambos estudios están interesados en tratar de identificar patrones en las formas en que los visitantes se relacionan con las exposiciones; y el propio trabajo contiene una crítica de la tendencia a celebrar la variedad individual en los análisis de estudios culturales, en lugar de contextualizar y analizar esto (Macdonald, 2002). En un estudio de los visitantes de los sitios del patrimonio, Gaynor Bagnall (2003) también muestra que, si bien hay variedad entre ellos, sus respuestas están, no obstante, «estructuradas» y de manera que se relacionan con la representación del patrimonio particular. El trabajo de Bagnall indica, además, otra dirección significativa y todavía relativamente poco desarrollada de la investigación sobre visitantes, a saber, la atención a la respuesta emocional de éstos, que va más allá de las declaraciones sobre preferencias. Destaca, por ejemplo, las diferencias entre los visitantes en cuanto a la medida en que quieren mantener una distancia emocional del tema que se muestra, o interactuar afectivamente y «experimentarlo». Como ella reconoce, y analiza también con referencia a una exposición en Alemania sobre el período inmediato de la posguerra (Riegel, 1996), esto es algo que probablemente variará según el tema y las relaciones particulares de los visitantes con él, aunque éstos tengan disposiciones relativamente estables en el grado de compromiso emocional que buscan o desean.
Muchos aspectos de los cambios en la investigación de visitantes de museos señalados anteriormente también se pueden observar en la evolución de la retórica y la práctica de los propios museos. Son evidentes en los cambios sobre los modos de visualización, como los intentos de alejarse de una presentación relativamente didáctica y pasar a otras más interactivas. La tendencia a tratar de reconocer la diferenciación entre los visitantes en las investigaciones tiene su contraparte en las propias consideraciones de los museos sobre la personalización en las exposiciones, aunque hasta el momento esto está relativamente poco desarrollado. Eso sí, desde hace ya algún tiempo se han realizado intentos explícitos de crear «experiencias» para los visitantes (Dicks, 2004).
Estas direcciones en el análisis sobre visitas a museos y el diseño de exposiciones se pueden observar, asimismo, en otras muchas áreas, incluida la investigación sobre el diseño y los medios de transmisión de conocimiento, y el crecimiento de la investigación sobre el consumo, que abarca una amplia gama de disciplinas. El cambio de «efectos» a «afectos» es otra forma de caracterizar el cambio; aunque, al igual que con el posible error implícito en la referencia a la «creación de significado» antes mencionada, existe el riesgo de que «afecto» se entienda de forma demasiado limitada para referirse a un estímulo-respuesta inconsciente que no está mediado por la diferenciación social y cultural. En lugar de separar la «comunicación afectiva», esto podría – y tal vez debería – valorarse como un aspecto integral e inevitable de la comunicación tout court, posición sugerida por los argumentos de Ruth Finnegan a favor de un enfoque amplio de la comunicación que no se restrinja a lo cognitivo o lingüístico, sino que también incluya lo físico (sentidos) y emocional (Finnegan, 2002). Sin embargo, la comunicación implica la transmisión de algún tipo de significado entre diferentes partes y, por lo tanto, tal vez no recoja completamente el estudio de la estructura del conocimiento y la experiencia del visitante, aunque la noción de «interconexión» de Finnegan parece permitirlo también. En otras palabras, parece captar algo de la noción de «formas de conocer» que se ha utilizado en antropología e historia de la ciencia y la medicina (Pickstone, 2000), aunque sin exagerar sobre lo cognitivo. La interconexión se refiere más ampliamente a las «formas de relacionarse», que incorporan muy bien la atención a las formas en las que los visitantes «ensamblan» impresiones e ideas, y consideran cómo estas se interconectan con el diseño de la exposición y otros aspectos de sus vidas. Esta caracterización también tiene el potencial de reconocer que la experiencia de una exposición no se limita necesariamente al tiempo que un visitante se encuentra en ella, sino que se extiende más allá, especialmente en cuanto a su relación posterior (Falk et al., 2006).
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