Desde hace cuatro décadas, se han ido observando trasformaciones que han marcado la evolución de un buen número de museos de la ciencia. Debido a estos progresivos cambios, no sólo los museos de ciencia existentes han adoptado nuevas tecnologías aplicadas a las exposiciones – que han llevado a cabo con innovadores experimentos interpretativos de un claro perfil didáctico para sus visitantes -. Paralelamente a todos estos «avances», se está produciendo una proliferación masiva de dos entidades con perfiles muy particulares, a las que podríamos clasificar también bajo el epígrafe de «museos de la ciencia»: el patrimonio industrial y los centros de ciencia. Si bien se ha debatido ampliamente si ambos deben ser considerados, o no, museos de ciencia (Durant, 1992), es evidente que han planteado desafíos a los museos de ciencias más tradicionales, y que éstos últimos han reaccionado, en ocasiones, tomando prestadas las estrategias innovadoras en la difusión del patrimonio industrial de los «nuevos» centros de ciencia. Curiosamente, uno de los enfoques que el patrimonio industrial pretende difundir es el conocimiento de una ciencia completamente contextualizada, haciéndolo sobre «un pedazo de historia» y en una comunidad localizada y específica. Los centros de ciencia se preocupan más por la difusión de leyes y principios universales que trascienden tiempos y lugares.
Las localizaciones del patrimonio industrial se han ido implantando a partir de una serie de precursores, como es el caso del Skansen, un museo al aire libre sueco que se inauguró en 1891, o del Greenfield Village de Henry Ford (1929). Sin embargo, desde los años sesenta el número ha aumentado considerablemente, en una expansión muy parecida a la de los museos tradicionales de ciencia e industria en el siglo XIX. En Gran Bretaña, el desarrollo de Blists Hill en Ironbridge Gorge (abierto al público en 1973) y el Museo al Aire Libre del Norte de Inglaterra en Beamish (1972), se consideran ejemplos particularmente influyentes. A diferencia de los museos de ciencias tradicionales, proporcionan un «entorno total»: los artefactos se presentan insertados en los mundos de los que formaban parte, y se invita a los visitantes a entrar, o al menos a acercarse, a esas formas de vida que ya son historia. En algunos casos, sobre todo en Francia, Alemania y en los países nórdicos, los desarrollos del patrimonio industrial también reciben el nombre de «ecomuseos» y están asociados a una regeneración cultural y económica comunitaria (turismo) – relacionando el pasado con el presente – y a una mayor participación de las poblaciones locales en la creación de exposiciones, algo típico en la mayoría de los museos. El desarrollo del patrimonio industrial, como parte de una discusión más generalizada de lo que a veces se llama la «industria del patrimonio» (Hewison, 1988), ya ha sido objeto de un gran debate sobre sus implicaciones políticas.
Se cuestiona hasta qué punto estos proyectos proporcionan resultados positivos que realmente reviertan en sus comunidades y en sus visitantes con un beneficio real. Por otro lado, se plantea si dichos proyectos pudieran ser, más bien, una reivindicación histórica «por y para el pueblo»; o, simplemente, una forma de mercantilizar la historia ante la falta de fuentes alternativas de generación de beneficios para esa comunidad. Dar respuesta a estas cuestiones resulta algo complicado, pues habría que tratar los casos específicos de forma individual y estudiar la complejidad de los procesos y naturaleza de los participantes, que suelen ser abiertamente diversos, dependiendo además del lugar y sus circunstancias. Sin embargo, estos argumentos generales sobre la política y administración del patrimonio industrial , y sobre la medida en que la presentación de la ciencia parte de lugares, épocas y relaciones sociales particulares, permite al público comprender de forma más sencilla y fluida la importancia, beneficios y/o los peligros que proporciona la ciencia a la humanidad. Estos conceptos que planteamos tienen vínculos claros con los debates que se están produciendo en muchos museos de ciencias convencionales.
Las muy diferentes estrategias museológicas de los centros de ciencias, que han aplicado para sí mismos otros muchos museos de ciencias, también tienen antecedentes en casos que se sitúan anteriores a 1960; hablamos, por ejemplo, de las exhibiciones interactivas que se montaron en las exposiciones universales y en los nuevos museos de ciencia como, por ejemplo, la Children’s Gallery, establecida en la década de 1930 en el Science Museum de Londres). Sin embargo, cuando estos últimos se solían dedicar a mostrar aplicaciones particulares de la ciencia, los nuevos centros científicos (especialmente los primeros que se desarrollaron) se concentraban, más bien, en simplificar la difusión de los principios científicos que resultaban relativamente abstractos al público. El primer ejemplo de un centro dedicado a representar los principios científicos a través de exposiciones prácticas fue el Exploratorium de San Francisco, inaugurado en 1969. A diferencia de los sitios de patrimonio industrial, los centros científicos, y sus equivalentes en museos de perfil convencional, han sido objeto de reflexiones sobre sus motivaciones y efectos sociales. En muchos sentidos ésto no nos sorprende, dado que tales exposiciones intentan tratar con principios científicos «puros» que trascienden los contextos culturales y sociales. Sin embargo, desde el punto de vista de las disciplinas sociales y culturales, la aparición y la rápida difusión de este modo de representar la ciencia para la sociedad son fundamentales, pues conllevan un impacto positivo en el público.
Aunque no debemos suponer que todos los centros de ciencias comparten necesariamente motivaciones parecidas, el Exploratorium es un caso interesante, tanto por haber sido muy influyente en la creación de otros centros, como porque su fundador, Frank Oppenheimer, nos regaló afirmaciones muy claras sobre sus intenciones (Hein 1990). En el documento que exponía las razones para establecer el Exploratorium, Oppenheimer expresó su particular preocupación por el hecho de que «para muchas personas la ciencia es incomprensible y la tecnología es aterradora» (ibid: 218). El objetivo del Exploratorium, como concluía, era «transmitir la comprensión de que la ciencia y la tecnología tienen un papel profundamente arraigado en los valores y aspiraciones humanas» (ibid: 221). En un siglo en el que las perspectivas populares ampliamente triunfalistas sobre la ciencia parecían, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, ser cada vez más débiles a partir de las percepciones de los peligros de la tecnología, había una tarea que llevar a cabo – según entendieron científicos como Oppenheimer -, que consistía en presentar visiones positivas del potencial científico y de sus logros para la humanidad. De hecho, la frase que muchos museos de ciencias han adoptado para describir su actividad central a finales del siglo XX -» la comprensión pública de la ciencia» – es a menudo conceptualizada en términos de «apreciación pública de la ciencia» (Lewenstein, 1992; Wynne, 1996). Este era el objetivo, al menos en parte, al que se dedicó, y aún continúa haciéndolo, el Exploratorium.
Oppenheimer tenía razones personales para valorar la ciencia como un esfuerzo digno y positivo, ya que, junto con su hermano Robert, había trabajado en la producción de la bomba atómica. Tuvo, pues, una participación muy directa en la tecnología que, más que en cualquier otro siglo, ha generado un sentimiento de temor público hacia el potencial negativo de la ciencia. El objetivo principal de Oppenheimer para el Exploratorium era representar principios científicos «puros», relacionados con el desarrollo y la producción, así como sus aplicaciones positivas. Mientras, por un lado, afirmaba que la comprensión de los principios científicos era fundamental para la vida cotidiana, por otro, se resistía ferozmente a cualquier sugerencia de que el Exploratorium contemplara áreas de la ciencia que pudieran ser fácilmente percibidas como estrategia política. El Exploratorium debía representar las leyes de la ciencia como un proceso trascendente y científico, incluso como un arte formal. De hecho, Oppenheimer estaba muy interesado en trazar analogías con el arte – el slogan del Exploratorium era: «Museo de la Ciencia, del Arte y de la Percepción Humana» – señalando así el elemento creativo individual de la ciencia, más incluso que su aspecto social y global.
Si los centros de ciencia pueden haber resultado atractivos debido, en parte, a su potencial para proporcionar imágenes positivas y políticamente «correctas» de la ciencia, es evidente que ese atractivo radica claramente en la interactividad práctica, un modo de exhibición cada vez más común en las exposiciones. Esto, a veces, es entendido por los implicados como un intento democratizador de «tender un puente entre los expertos y los laicos», como expresó Oppenheimer (ibid .: 17). Sin embargo, la cuestión de cómo la experiencia práctica es vista por los visitantes sigue siendo subestimada, si bien algunos especialistas sugieren que la democratización no es necesariamente un efecto de tales representaciones y que, al analizar las tecnologías interactivas y electrónicas de la exhibición, tenemos también que considerar la forma en la que el visitante, a partir de estos estímulos, utiliza su imaginación.
Realmente, no podemos valorar la repercusión de las tecnologías aplicadas a las exposiciones sin tener en cuenta el contexto de la cultura museológica. En Gran Bretaña a finales del siglo XX, por ejemplo, los visitantes eran contemplados conceptualmente como consumidores individualizados y activos, más que en Francia, donde la idea de las personas en sus interrelaciones hombre-máquina parecían estar más claras. Sin embargo, también se compartían conceptos transnacionales – aunque no universales – sobre los significados de las nuevas tecnologías de exhibición, tal y como Penelope Harvey debatió con relación a la Expo’92 de Sevilla. En este caso, el inteligente uso reflexivo de las exhibiciones tecnológicas, en sí mismas, marcaba la capacidad de las naciones y corporaciones en su esfuerzo por acercar la tecnología a la sociedad.
Además de la exhibición pasiva del patrimonio del pasado, las localizaciones industriales ya utilizan tecnologías de visualización interactiva y multimedia para difundir sus contenidos, algo que tienen en común también con los centros de ciencias. Desde finales del siglo XX, se ha observado un aumento del número de exposiciones en museos de ciencia que intentan relativizar o cuestionar la ciencia con el uso de la tecnología; o reflexionar críticamente sobre ella a partir de sus exposiciones interactivas. Esto podría interpretarse como la respuesta a un creciente cuestionamiento de la sociedad sobre un determinado tipo de exhibición de certezas académicas, muchas de ellas ininteligibles para nosotros (y no digamos para los más pequeños), mostrando una mayor disposición por parte de las instituciones culturales y entidades educativas a mirar reflexivamente hacia sus propias prácticas, a fin de acercarse un poco más a la sociedad. Son muchas las iniciativas que van dirigidas en esa dirección, por lo que entendemos que tales «experimentos» pueden ciertamente producir exposiciones interesantes y muy estimulantes para el público, si bien, en algunos casos, son capaces de causar confusión y desorientación. Todo depende, o al menos en parte, de que los responsables de los centros de ciencias intenten conocer mejor a su público y dejen de santificar la ciencia, convirtiéndola en un concepto inalcanzable en términos didácticos y provocando que toda la responsabilidad de la difusión amable del conocimiento científico y técnico recaiga exclusivamente en los lugares del patrimonio industrial.
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Fotografía: Miasto Kultury, dawniej elektrownia, ul. Targowa.
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