Son muchos los estudios que han abordado los beneficios experienciales que obtienen los usuarios/clientes al visitar un sitio patrimonial (Goulding, 2001; Chronis, 2005; Massara y Severino, 2013; Kempiak et al., 2017). En primer lugar, se ha demostrado que las experiencias patrimoniales son vivencias auténticas, es decir, experiencias de realidad y verdad (Grayson y Martinec, 2004), en las que los objetos y lugares juegan un papel fundamental (Goulding, 2000). De hecho, debido a su naturaleza genuina y auténtica (Andriotis, 2011; McDonald, 2011), las colecciones patrimoniales encarnan físicamente la Historia, constituyendo un puente entre el pasado y el presente (McDonald, 2011). En segundo lugar, la bibliografía sobre el tema también destaca la importancia de la estimulación intelectual para los visitantes (Prentice, Guerin y McGugan, 1998; Smith, 2006; Falk et al., 2012). Cuando se sumergen en una experiencia patrimonial, los consumidores se sienten impulsados a descubrir, aprender y ampliar sus conocimientos, lo que constituye una fuente de emoción y placer (Calver y Page, 2013). Este estímulo intelectual les permite reinterpretar la narrativa propuesta por el sitio patrimonial (Chronis y Hampton, 2008) y desarrollar su propia experiencia del pasado (Beeho y Prentice, 1997). En tercer lugar, las experiencias patrimoniales son también experiencias estéticas en esencia y los visitantes aprecian el patrimonio no solo por lo que representa, sino también por su belleza (Goulding, 2000; Chronis, 2005).
En general, esta corriente de investigación sugiere que el consumo de elementos patrimoniales puede tener un impacto significativo sobre el público en términos de apego y lealtad con el lugar patrimonial (Chen y Chen, 2010), así como sobre la identidad en los consumidores. Este impacto puede producirse tanto a nivel individual – lo que lleva a las personas a redefinirse después de la experiencia (Poria, Butler y Airey, 2003; González, 2008) -, como colectivo, ya que el patrimonio facilita la cohesión y la solidaridad dentro de las comunidades (Park, 2010). Esta corriente de investigación también ha podido identificar factores disonantes en la experiencia al hablar de una autenticidad simulada (Chhabra, Healy y Sills, 2003) o de la mercantilización del patrimonio (Goulding, 2000). Sin embargo, no existe una conclusión clara sobre el impacto negativo de estos elementos en conflicto en la experiencia de los consumidores. En consecuencia, la literatura ha desarrollado una visión homogénea y sesgada de la misma, considerándola necesariamente positiva.
Paralelamente, otra corriente de investigación estudia las propiedades intrínsecas de la marca como componente patrimonial del museo. Se trata de un enfoque basado en modelos de valor de marca (Keller, 1993), así como en trabajos que adoptan el análisis organizacional (Melewar, 2003). Sobre esta perspectiva, las dimensiones patrimoniales de la marca se ven como un activo estratégico generador de valor, que facilita el desarrollo de ventajas competitivas sostenibles y fortalece las relaciones con todos los patronos (Hudson, 2011). La marca patrimonial (o marca histórica) se asimila a una dimensión de la identidad de marca con características propias (Wiedmann et al., 2011). Según Urde, Greyser y Balmer (2007), una marca patrimonial posee cinco componentes principales:
- Un museo con un historial de entrega de valor a todas las partes interesadas a lo largo del tiempo.
- Un museo que lleva funcionando muchos años
- Un museo con valores fundamentales arraigados desde hace tiempo.
- Un museo que utiliza símbolos del pasado en su comunicación.
- Un museo que valora la historia para su identidad.
A partir de estos enunciados, Pecot y De Barnier (2017) han identificado dos tipos de marcas patrimoniales. Por un lado, marcas familiares, orientadas al visitante/cliente, omnitemporales y pioneras, y, por otro, marcas aristocráticas, bajo conceptos antiguos y de prestigio. A través de los valores centrales y de símbolos con una identificación clara para la mayoría de las personas, una marca patrimonial tiene la capacidad de crear continuamente valor para el visitante/cliente (Burghausen y Balmer, 2008; Hakala, Lätti y Sandberg, 2011; Hudson, 2011). Incluso cuando la percepción en el presente de elementos históricos relacionados con una marca patrimonial puede evolucionar con el tiempo – dependiendo del contexto – (Sørensen, Korsager y Heller, 2018), su uso conduce a resultados positivos. Mientras que para Balmer y Chen (2017), las marcas tradicionales tienen una influencia positiva en la satisfacción del visitante/consumidor, para Rose et al. (2016), el legado de la marca lo tiene en la intención de compra, inspira emociones positivas y confianza, y facilita la fidelización y el compromiso sobre dicha marca. Pecot y col. (2018) muestran que estos resultados positivos se aplican tanto a las empresas establecidas como a los nuevos participantes. Una marca patrimonial es, por tanto, un gran desafío para aquellas entidades deseosas de desarrollar una marca fuerte, que puede pertenecer al inconsciente colectivo durante mucho tiempo.
Sin embargo, aunque tanto la experiencia del patrimonio como los conceptos sobre el legado de la marca sugieren que las consecuencias de enfatizar el concepto de patrimonio son consistentemente positivas para la marca y los consumidores, se sostiene que tal asociación podría percibirse como discordante para los consumidores, pudiendo generar cierta resistencia y alejamiento en el público.
La práctica de presentar objetos cotidianos como parte del patrimonio ha aumentado exponencialmente durante muchos años, lo que ha llevado a algunos especialistas a hablar de una «cruzada del patrimonio» (Lowenthal, 1998; Heinich, 2011). Este proceso también afecta a las marcas que buscan promover su bagaje histórico y patrimonial. Al ofrecer una experiencia de marca patrimonial – especialmente a través de museos de marca (Hollenbeck et al., 2008) -, la marca busca ser reconocida como parte del corpus del patrimonio, reivindicando así valores colectivamente admitidos a través del arraigo temporal y topográfico (Lowenthal, 1998). El «anclaje temporal» permite a los gestores de los museos presentar la marca como un punto de referencia en la sociedad (Waitt, 2000) mientras que el «anclaje topográfico» les permite hacerlo como símbolo de un territorio (Park, 2010). Sin embargo, el proceso de transformar las marcas en una herramienta patrimonial a través de la experiencia del consumidor no está realmente claro y puede generar resistencia entre los consumidores (Debary, 2004; Urde, Greyser y Balmer, 2007).
Investigaciones anteriores han demostrado que, frente a las tácticas de marketing que se consideran inapropiadas, los consumidores pueden desarrollar comportamientos en contra (resistencia del consumidor) (Peñaloza y Price, 1993). La resistencia del consumidor podría definirse como «un estado motivacional que conduce a manifestaciones variables de oposición a la marca y que se desencadena por ciertos factores vinculados a comportamientos corporativos y prácticas del mercado» (Roux, 2007, p. 69). Como sugiere esta definición, la resistencia se origina en la percepción de elementos disonantes sobre una situación o consecuencia de algo. Más precisamente, la resistencia aparece cuando los consumidores se enfrentan a un estímulo que desafía las representaciones preestablecidas (Roux, 2007), generando así contradicciones (Holt, 2002). La resistencia del consumidor puede conducir a una falta de acercamiento y a una imposibilidad de aceptar lo que se le ofrece (Fournier, 1998; Roux, 2007). Fournier (1998) sugiere que las actividades de resistencia del consumidor varían a lo largo de un continuo de comportamientos adversos, que van desde el desprecio a marcas específicas hasta el escepticismo y acciones más hostiles. El escepticismo puede definirse como un dispositivo mental defensivo (Dobscha, 1998; Odou y de Pechpeyrou, 2011) que implica duda, desconfianza y sospecha frente a estímulos de marketing específicos (Roux, 2008). En una forma más extrema de resistencia, los visitantes/consumidores pueden rechazar por completo la oferta (Lee et al., 2011; Mani y Chouk, 2017), y esto podría reflejarse en la creación de un boca a boca negativo (Woisetschläger, Haselhoff y Backhaus, 2014) o incluso en boicots (Kozinets y Handelman, 1998).
En el caso de una experiencia de marca patrimonial, los consumidores pueden tener representaciones de lo que es una experiencia sobre el patrimonio tradicional, que pueden diferir de lo que una marca es capaz de ofrecer. La interacción incómoda e incluso discordante entre la marca y el patrimonio lleva, por tanto, a plantear dudas sobre dicha asociación (Debary, 2004). A través de una experiencia histórica, los gestores buscan transmitir la historia y el conocimiento de la marca de generación en generación, y redefinirla fuera de su mundo comercial original. Pero dado que las marcas son objetos comerciales por naturaleza, tal orientación puede llevar a los consumidores a cuestionar la asociación entre la marca y el patrimonio cultural. Además, debido a la naturaleza socialmente construida del patrimonio que no existe a priori (Lowenthal, 1998), su contenido puede ser objeto de debate o desacuerdo (Pecot y De Barnier, 2017). En particular, los consumidores podrían definir la marca patrimonial de distinta manera que los gestores (Rindell et al., 2015). Esta diferencia de percepción plantea la posibilidad de que aparezcan varios grados de resistencia durante la experiencia de la marca patrimonial por parte de algunos consumidores, que pudieran dudar sobre la legitimidad de una marca para ser redefinida como un objeto patrimonial.
Consultas: info@evemuseos.com
Recurso:
Rémi Mencarelli, Damien Chaney, Mathilde Pulh. Consumers’ brand heritage experience: between acceptance and resistance. Journal of Marketing Management, Westburn Publishers, 2020, 36 (1-2), pp.30-50.
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