Teorizar sobre la naturaleza y los sistemas de competencia ha estado siempre vinculado a los sectores «con ánimo de lucro». La despreocupación por esa competencia en el sector «sin ánimo de lucro» se explica por la histórica falta de urgencia en la generación de recursos propios (Radbourne y Fraser, 1996; Stevenson, 2000; Gibson, 2001; Rentschler, 2002). Conseguir un excedente pequeño o nulo se ha considerado una «mejor práctica» para los museos, en una coyuntura crítica para muchas de estas instituciones que ven reducida a mínimos, o nada, la ayuda de las subvenciones públicas (Nugent, 1999). Se espera también que el ámbito público y el gubernamental continúen ayudando al sector sin ánimo de lucro, con el argumento de que los museos deben estar por encima de las crisis del mercado y que se ha de fomentar el bien público o colectivo, reforzar la identidad nacional, mejorar la ciudadanía e inclusión social, salvaguardar la equidad, etcétera (Throsby, 2001).
Pero todos esos argumentos se vuelven menos convincentes en una era de «racionalismo económico», en la que asistimos a la privatización de los servicios públicos y comodidades, al aumento de las expectativas de los usuarios que pagan por los servicios prestados y a una disminución general de la actividad del gobierno, en general, a cambio de la bajada de los niveles de impuestos. El sector cultural sin ánimo de lucro ha tardado en responder a esta situación, presionando, si cabe, a los gobiernos – para poder mantener o aumentar los subsidios – y mediante estudios sobre la precariedad de la «salud» del sector (Nugent, 1999).
Sin embargo, algunas organizaciones culturales sin ánimo de lucro han logrado posicionarse mejor y adaptarse a este nuevo escenario que nos ha tocado vivir. Las artes escénicas, en general, tienen una capacidad para aumentar y diversificar su base de recursos mayor que otras formas artísticas y culturales sin ánimo de lucro (Mulcahy, 2001). Algunos países, a través de la precedencia histórica y la práctica, se han adaptado bien. Las organizaciones culturales de los Estados Unidos, que operan en un casi nulo contexto de patrocinio público, han sido más hábiles en la toma de riesgos, adoptando estrategias empresariales que eviten depender de ese patrocinio como fuente principal de ingresos.
Sin embargo, incluso teniendo en cuenta las diferencias nacionales, los museos han sido siempre los «primos pobres» de la cultura social cuando se trata de depender del auspicio público (Burton, 2003). Este panorama ya está cambiando – de un modo rápido – y se espera que los museos disminuyan su dependencia de la subvención transformándose en empresas.
La literatura sobre gestión de museos se ha focalizado más bien en una visión – basada en recursos – de cómo los museos deben responder a unas circunstancias externas cambiantes (Griffin y Abraham, 1999; Griffin y Abraham, 2000; Griffin, Abraham y Crawford, 1997; Palmer, 1997; Palmer, 1998; Rentschler, 1999; Rentschler, 2002). La mayoría de los estudios en este campo contemplan tanto las fortalezas y debilidades del liderazgo como las actividades empresariales dentro de una organización cultural. La investigación FODA /DAFO, desde el ámbito externo, se aborda reconociendo el surgimiento de una ideología racionalista económica como contexto para dotar a los museos de una visión basada en sus propios recursos. Raramente profundizan más allá tratando de examinar la naturaleza de la competencia o las fuentes de una ventaja competitiva para los museos en el contexto económico.
Cuando se desarrolla un marco de ventaja competitiva, se sugiere que las partes interesadas y los visitantes sean – en un sentido simplificado – los «escenarios» en la arena de la competencia, buscando el equilibrio entre la oferta y la demanda. La lucha por la cuota de mercado entre dichas partes interesadas (inversores públicos y privados, colegas en la entrega de educación e investigación, personal y alta dirección, proveedores) y visitantes / clientes (frecuentes, asistentes y no asistentes poco frecuentes, y potenciales), constituye el verdadero escenario para establecer una ventaja competitiva o colaboración, en la medida en que estas partes interesadas y clientes proporcionan recursos y lealtad a los nuevos participantes. Por otro lado, la teoría de la gestión estratégica, como lo es la de la gestión en general, ha partido siempre de los campos de las ciencias sociales, la etnografía y las ciencias como marcos de investigación. (Frost and Stablein, 1992; Nalebuff y Brandenburger, 1997; Alvesson y Willmott, 1996; Reed, 1996).
Sin embargo, hasta cierto punto, la teoría de la gestión estratégica ha sido restringida y asistida por la naturaleza misma de la práctica de la gestión. Sus limitaciones radican en que una gestión administrativa es valorada, principalmente, como una preocupación urgente y aplicada: cómo hacer las cosas de manera eficiente y efectiva. Esta urgencia y aplicación produce como resultado que los manuales de tipo «gurú sabemos de todo» propongan una serie de métodos de «la mejor manera de…», en lugar de considerar la gerencia de manera más reflexiva, preguntando cómo y por qué las cosas son como son (Kanter, 1992, p. 5; Clarke y Clegg, 1998, p. 27; Alvesson y Willmott, 1996; Mintzberg, 1994). Como resultado, hasta hace poco, la teoría de la gestión ha sido vinculada a una visión positivista del mundo, posiblemente debido a la complejidad de su contexto (interno y externo) y a la necesidad de entregar resultados óptimos a las diversas partes interesadas. Creer que una única vía ofrecerá una «verdad» definitiva ha dado lugar a una situación anómala en la que las teorías de contingencia relativistas, o las perspectivas orgánicas sobre qué estrategia adoptar, se ven irónicamente como la mejor solución (Reed, 1996, p. 52; Donaldson, 1995, p. 215; Farjoun, 2002, p. 567).
La prueba de cualquiera de las teorías radica en el número de estudios de casos o mediciones cuantitativas realizadas por académicos e investigadores para obtener una ventaja competitiva estratégica. La mayoría de esos académicos comienzan probando conscientemente la veracidad de un defensor particular de la ventaja competitiva. En cierto sentido, esta dinámica se identifica con una noción «positivista» o de «falsificación» de la investigación científica: se supone que un proponente es correcto y posteriormente se demuestra, en parte, o se falsifica, en parte, la teoría. Powell ha probado cómo es posible esto, de forma bastante controvertida (Arend, 2003; Powell, 2001; Powell, 2003), a través de su análisis de la ventaja competitiva y el rendimiento superior, utilizando principalmente la vista de recursos – aunque también toca la vista externa -. Según Powell: «por el momento, parece que no hay una teoría de la ventaja competitiva falsificable, no falsificable, ni ninguna propuesta de ventaja competitiva defendible sin recurrir a la ideología, el dogmatismo o la fe (Powell, 2001, p. 883).
Una forma de experimentar con la ventaja competitiva consiste en valorar a los nuevos participantes en una industria y registrar la forma en que fracasan o sobreviven, analizar su impacto en las organizaciones existentes y en las partes interesadas de la industria – incluidos los clientes -, y desarrollar su capacidad para crear una ventaja competitiva para sí mismos.
El examen de la trayectoria de los nuevos participantes ha sido tema de estudio en los dos paradigmas principales de ventaja competitiva, y se ha utilizado para probar una teoría u otra. Por un lado, se sugiere que las competencias marcan la diferencia al cambiar la rentabilidad y la cuota de mercado o, de hecho, remodelar la industria misma; por el otro, se ha mantenido que la incapacidad de las organizaciones a la hora de establecer niveles altos para nuevas entradas, o la capacidad de los nuevos participantes para responder de manera oportunista a los cambios en un contexto determinado, permiten llegar a conocer el grado de éxito o de fracaso.
Existe, además, otro problema que surge al teorizar sobre la ventaja competitiva con relación a las organizaciones culturales sin ánimo de lucro, particularmente los museos. No encontramos fórmulas que se puedan aplicar a esta industria para analizar en qué medida los museos compiten o utilizan la colaboración como algo ventajoso. Carecen tanto de un paradigma como de una base experimental de ventaja competitiva. Al teorizar sobre cómo los nuevos participantes se incorporan a una industria y alcanzan éxito, o fracasan, se deben explorar exhaustivamente una serie de nociones derivadas de los paradigmas de los recursos y del mercado, nada puede partir de la intuición.
¿Cómo es posible entender y aplicar estas ideas en el sector de los museo?. En primer lugar, es necesario analizar la relación entre la gestión de los museos y la generación de negocio. La gestión cultural y las tendencias dentro de este sector durante los últimos veinte años indican que los museos, como muchas otras entidades maduras, se encuentran en una encrucijada (Weil, 2002; Trotter, 1998; Schouten, 1993; Oliver, Burton, Lynch y Scott, 2002; Lynch, Burton, Scott, Wilson y Smith, 2000). Sujeto a escrutinio a través de la lente de la práctica de gestión contemporánea, que exige estructuras organizativas planas, liderazgo empresarial, pensamiento estratégico, sostenibilidad, mayor uso de tecnologías y redes digitales y una comprensión incisiva de las competencias básicas, además de cómo hacerlas crecer de manera innovadora (Clarke y Clegg , 2000), los museos han tenido enormes dificultades para adaptarse a lo largo de su historia. Se han visto limitados por su estilo de gestión y estructuras organizativas, así como por su dependencia de recursos financiados con fondos públicos para enfrentarse a los nuevos desafíos de gestión (Conforti, 1995). Donde han intentado ser más emprendedores, lo han hecho a riesgo de perder el apoyo del gobierno y bajo la incertidumbre de sobrevivir en el mercado (Griffin y Abraham, 1999; Rentschler, 2002). Esto hace que las entidades cautelosas, que lleven su complejo bagaje histórico, cambien el enfoque de la educación al entretenimiento y el ocio en términos de valores fundamentales, visión, misión y competencias (Hein, 2000; More, 1997; Prior, 2002; McDonald y Alsford, 1995; Goodman, 1999; Falk y Dierking, 1992), basándose en las colecciones pero centrados en unos interesados múltiples y ambivalentes (Bassett, 1997; Clifford, 1997; Pearce, 1997; Pearce, 1998; Lovatt, 1997), intentando emprender una empresa social adicional con objetivos para los que pueden estar poco calificados (Evans, 2001; Parker, Waterston, Michaluk y Rickard, 2002; Sandell, 1998; Sheppard, 2000) Bajo estas circunstancias, ¿cómo colaboran y compiten los museos?
Porter sugiere que el posicionamiento es una de las decisiones estratégicas más difíciles de tomar. Dado que delimita el alcance de las actividades de una organización, es capaz de vincular a la entidad con un grupo de clientes (visitantes) individuales que podrian no ser siempre los deseables para la misma. Para superar esta desventaja potencial, Porter explica que las organizaciones deben reconsiderar la noción de «ajuste», en términos de igualar las actividades de la organización para óptimizar el rendimiento, los productos y los servicios; mejorar el conocimiento del producto difundido a diferentes clientes potenciales; y ampliar las capacidades de comunicación, particularmente a través de la participación del cliente en estos procesos (Porter, 1996). Todo ello fortalece el enfoque de una organización sobre la diferenciación o el liderazgo en costos, ya que cambiar este criterio es costoso y potencialmente disonante.
La visión sobre los recursos demuestra que el posicionamiento también tiene que ver con el ajuste y la integración de las actividades, pero sugiere que esto se deriva del análisis de las competencias básicas, incluida la determinación de las fortalezas y posibilidades dentro de la organización, el cultivo de capacidades no habituales para el museo, y la garantía de que no se pueda imitar ni mejorar el desarrollo de competencias centrales mediante la estructuración adecuada de la organización.
¿Cómo encajan los museos dentro de estos paradigmas? En los últimos treinta años, los museos han sido sacudidos en sus cimientos. Esto ha generado críticas a los procesos y filosofías en torno a la gestión de las colecciones (Vergo, 1989b; Stocking, 1985; Prior, 2002; Pearce, 1995; Clifford, 1997; Crimp, 1985); su incapacidad para demostrar el valor educativo (Falk y Dierking, 1992; Hein, 1998); y su intento de reinventarse a través de la innovación tecnológica para competir con parques temáticos y otras atracciones similares que apelan a experiencias auténticas diseñadas para el deleite de sus clientes (Hein, 2000; Rojek, 1993; Sorensen, 1989; Teather, 1998; Tramposch, 1998; Weil, 1997; Witcomb, 1998). Los mercados en los que compiten (ocio y educación) han provocado una disminución de la cuota de mercado. Si bien las atracciones de ocio, como los centros comerciales y los parques temáticos, se han centrado en desarrollar estrategias de diferenciación o liderazgo de costos, creando incluso servicios de educación informal que han mejorado sus productos y servicios a través de un enfoque particular en la diferenciación y las competencias, sobre todo en el caso de los parques temáticos modernos, los museos han intentado ser » todo» para todos nosotros, acabando por convertirse en una pura mediocridad estratégica (Kotler y Kotler, 2000; Porter, 1985, p. 12). ¿Cómo pueden, entonces, los museos, particularmente los nuevos, posicionarse dentro del mercado basándose en la noción de ajuste de Porter o en la visión de los recursos que desarrollan competencias no imitables, para lograr un enfoque de diferenciación o de liderazgo en costos?
La decisión de sumarse a un segmento concreto de la industria, según Porter, está basada en un análisis del «atractivo» de dicha industria, que viene definido principalmente por la rentabilidad. Traducido a un ámbito sin ánimo de lucro, la participación en el mercado puede ser sustituida por la rentabilidad. Análisis del sector museístico indican que esta no es una industria atractiva basada en la disminución de la cuota de mercado, si bien dentro de la industria dicha cuota es mayor para las galerías de arte que para los museos.
La competencia viene dada por la falta de recursos. En el caso del sector sin ánimo de lucro, esto se concentra en la capacidad de competir por la financiación pública y los patrocinios, ambas, fuentes muy escasas. Por otro lado, en un mercado en declive, la frecuencia y diversidad de visitantes se convierten en terreno de competencia, no solo como evidencia de la demanda, sino también como justificación de la necesidad de una continuación de la financiación pública y la inversión de patrocinio. El buen camino está orientado hacia áreas de intercambio de información, investigación conjunta, exposiciones itinerantes y creación de redes para el apoyo continuo (si no el crecimiento) del sector de los museos. La presión por el apoyo continuo de las partes interesadas (que incluyen autoridades de financiación y patrocinadores) produce una paradoja implícita: este tipo de colaboración incorpora también la competencia por los escasos recursos que las partes interesadas entregan.
La paradoja se hace explícita en los casos de creación de nuevos proyectos. Adaptando el modelo de Porter y el de recursos desde la perspectiva de los nuevos participantes, sería posible desarrollar un modelo específico de gestión para los museos. Cuando se examinan cada una de estas fases en el caso de nuevos proyectos de museos, se sugiere que es posible identificar dónde se desarrolla conscientemente la competencia y sobre qué elementos, cómo los nuevos participantes se posicionarán dentro del mercado (utilizando una perspectiva de mercado o de recursos, o una combinación de ambas), y dónde puede desarrollarse la colaboración y sobre qué elementos. La comprensión de estos procesos y problemas puede determinar si los museos compiten y / o colaboran, y cómo evalúan el modelo de gestión de recursos, con relación a las organizaciones culturales, para crear su propia ventaja competitiva.
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