El Arte de la Memoria Histórica

El Arte de la Memoria Histórica

 

El establecimiento de la memoria como campo de estudio en las ciencias sociales se debe, en gran parte, al trabajo del sociólogo Maurice Halbwachs (1877-1945), y más concretamente a sus investigaciones sobre la memoria colectiva que publicó en «The Social Framework of Memory» (1925), y en «La legendaria topografía de los Evangelios en Tierra Santa » (Halbwachs, 1941). Maurice Halbwachs hacia referencia a la memoria compartida por diferentes grupos sociales, o familias, como un medio para construir y mantener su identidad. La memoria individual se desarrolla, en consecuencia, interaccionando con la memoria social, a través de conexiones que cambian con el tiempo y con toda una gama de representaciones del pasado (Marcel, Mucchielli, 1999).

Sobre los recuerdos mismos, Halbwachs escribe:

«[…] no tiene sentido buscar dónde están guardados en mi cerebro, o en alguna otra parte oculta de mi mente, a los que solo yo tengo acceso, ya que me los recuerdan desde el exterior, y los grupos de los que formo parte me ofrecen constantemente los medios para reconstruirlos, siempre que los observe y adopte al menos temporalmente su forma de pensar. […] De esta manera se puede hablar de la existencia de una memoria colectiva y de los marcos sociales de la memoria, y esto ocurre porque nuestros pensamientos individuales están enmarcados y participan en esta memoria que somos capaces de recordar» (Halbwachs, 1994: VI).

Estas ideas pueden observarse también en la introducción de Pierre Nora en el «Lieux de mémoire» (Nora, 1984), titulada «Entre la memoria y la historia». El historiador considera particularmente las construcciones sociológicas que tratan sobre la ruptura contemporánea con las sociedades tradicionales: «El recuerdo silencioso de un grupo que une, que es lo mismo que afirmar, como hizo Halbwachs, que hay tantos recuerdos como grupos: ese recuerdo es por naturaleza múltiple y multiplicable, colectivo, plural e individualizado. La historia, por el contrario, pertenece a todos y a nadie al mismo tiempo, esto le da una vocación universal». La división estricta entre memoria e historia tiene varias consecuencias. Una es que la memoria «real» o «verdadera» se ha refugiado en el conocimiento del cuerpo (Nora, 1984: XXV). La otra es que la historia comenzó a bloquear la memoria, borrándola en beneficio del conocimiento académico,  ciertamente riguroso y crítico pero carente de vida y encerrado en archivos, museos, colecciones y bibliotecas. Así pues, la tradición se perdió, la experiencia se disolvió, provocando una avalancha de palabras: uno solo habla de recuerdos porque (apenas) es lo único que le queda. La memoria adquiere, de esta manera «la belleza de la muerte», para tomar prestada una expresión del tiempo (Certeau et al., 1970) como resultado de un proceso que lo combina a corto y largo plazo.

El primer aspecto que observamos sobre esta afirmación es el papel que la memoria y sus instrumentos más tradicionales desempeñaron en una larga batalla contra el olvido. En su gran historia del olvido en Occidente (Léthè, 2004), Harald Weinrich demostró la progresiva desaparición de la tradición del arte de la memoria (Yates, 1966). Desde la época de la Ilustración en adelante, la capacidad de recordar dio un paso hacia atrás, a rebufo del poder del razonamiento; incluso llegó a ser vista como una facultad secundaria, si no prescindible, ya que no era nada vergonzoso admitir que se carecía de ella. En el rápido declive de la realidad de la memoria, el desarrollo de la historia crítica, como lo definió Reinhart Koselleck,  jugó un papel importante, primando el análisis teórico en detrimento de la experiencia de actores y testigos, y dando lugar a una profesionalización de la historia basada en los archivos – es decir, en la recopilación de información verificable y estable -. En cierta fase filosófica del historicismo, en la que las famosas consideraciones de Nietzsche desempeñaron una función clave, el progreso de la erudición académica llegó a representar la carga de un pasado que influía, ilimitadamente, en el presente.

Pero en el transcurso de la década de 1980, la noción de «memoria» llegó a ocupar, repentinamente, un lugar relevante en las diferentes ciencias sociales, ligada a los cambios en la historia contemporánea y, particularmente, a lo que algunos señalaron como una crisis del futuro de la historia escolar y académica. Esta idea se contempló como un «colapso en la transmisión»; pero también fue relacionada con ciertos temas reprimidos y con la crisis de los recuerdos nacionales. El año 2000 fue el turno del archivo, que ocupó la vanguardia del discurso de las ciencias sociales: las sucesivas obras de Jacques Derrida, y su notable repercusión, ilustran estas nuevas representaciones. La noción de memoria «cultural» aparece como tema principal, coincidiendo lógicamente con una especie de hegemonía de la historia cultural en el estudio de los temas contemporáneos. Una de las principales intérpretes, Aleida Assmann, determinó que el estudio de la memoria se basa en tres principios: su naturaleza volátil y maleable, irreducible a un archivo cerrado o determinado; un pasado que solo afecta a la sociedad – a través de las representaciones – y que da lugar a lo elaborado y recibido en contextos específicos; y, por último, el hecho de que los recuerdos se caracterizan por su heterogeneidad, o más bien por su incompatibilidad, estableciendo un paisaje conmemorativo que se reconfigura constantemente. De acuerdo con estos tres aspectos, la memoria cultural, respaldada por algunos marcos clásicos (monumentos, museos y archivos) -, pero también por los artificios de los medios contemporáneos relacionados con una era de reproducibilidad técnica -, desempeña un relevante papel, sin precedentes, en la esfera pública, alimentada por reclamos que conducen a nuevas obligaciones conmemorativas. De este modo, el diagnóstico del historiador alemán parece contradecir la alusión de Pierre Nora a una desaparición de la memoria en beneficio de la historia.

Sin embargo, ambos autores comparten los mismos análisis, enunciando un nuevo tipo de memoria que se transforma en memoria viva. Aleida Assmann evoca un recuerdo de la comunicación diaria cuyo horizonte temporal es de aproximadamente tres generaciones, y se halla fuertemente afectado por quienes vivieron en el momento de los acontecimientos en cuestión. Por el contrario, después de unos ochenta años, la memoria cultural pasa a estar compuesta por un conjunto de textos e imágenes que pueden considerarse institucionalizados. Se trata, en otras palabras, de una institucionalización de la cultura que conduce a un tipo de memoria potencialmente utilizable y actualizable. Según Assmann, a esta fuerza de la memoria pudo seguir el «arte de la memoria», que desapareció alrededor de 1800 como respuesta a varios factores de transformación. El primero, el paso del tiempo, decidido a lidiar con la transformación de una memoria intergeneracional a otra de carácter puramente mediatizado, sin relación directa alguna con el pasado. El segundo elemento estaría vinculado a los cambios en la vida política, que pueden provocar una selección de referencias conmemorativas necesarias, o eventos traumáticos, que requieren una forma de terapia que desemboca en la reaparición de recuerdos específicos. Contextos sociales como el cambio generacional, cuando ningún testigo privilegiado obtiene un estatus legítimo, dan paso a la desaparición de las experiencias más antiguas y conducen a la eliminación de los recuerdos. Por último, los medios de comunicación pueden cambiar drásticamente el contenido de la memoria cultural – como lo demuestra la aparición de una memoria cultural colectiva en España – a partir de la emisión en la televisión pública de series como «Cuéntame cómo pasó«.

Es posible encontrar análisis similares que contemplen el surgimiento y la transformación de la memoria en las investigaciones de otros historiadores. Su finalidad es establecer una línea clara de demarcación entre la responsabilidad intelectual de la crítica académica y la producción cultural de la «memoria» inventada y cultivada por los medios de comunicación de cualquier período. Por esta razón, debemos distinguir claramente entre la curiosidad académica y los usos más comunes del pasado. Paul Veyne define con sus propios términos, la diferencia entre «conocimiento histórico» – o «historia académica» –  y una realidad más polimórfica, como puede ser «la memoria colectiva del pasado nacional, conmemoraciones, historias, monumentos y rituales de grandes eventos políticos y religiosos, legendarios o auténticos y queridos por la sociedad en cuestión» (Veyne, 1987).

El pasado puede resultarnos extraño en muchas ocasiones, empujado al olvido pura y simplemente: «la memoria colectiva es solo una metáfora; los recuerdos nacionales y la historicidad radical de los hombres son dos cosas diferentes. Esos recuerdos son meras representaciones, más institucionales que espontáneas,  respaldadas por la educación; lejos de los recuerdos auténticos, son verdades más o menos tendenciosas. A diferencia de la memoria individual, las comunidades olvidan instantáneamente su pasado, excepto cuando una institución asume la tarea de conservarlo, elaborando alguna historia puntual y seleccionada, destinada a un uso interesado». Veyne resume sus ideas a través de conceptos como «historicidad radical», «memorización individual», «pasado (generalmente olvidado) de la sociedad», «recuerdos y leyendas institucionalizados» y, finalmente, «conocimiento histórico (…) un fenómeno pequeño y autónomo». Si bien su tesis resulta ser voluntariamente provocadora, establece una clara referencia a esa aspiración común de la historiografía contemporánea de separarse, por completo, tanto del alcance de la memoria como de cualquier tipo de relación con el patrimonio histórico.

Recurso:

National Museums and the Negotiation of Difficult Pasts. Actas de la conferencia de EuNaMus, Museos nacionales europeos: política de identidad, usos del pasado y el ciudadano europeo. Bruselas, Bélgica, enero 2012.


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