Nuestra visión profesional actual puede verse influenciada por el tipo de museos que visitamos y la manera en que lo hacemos. Sociólogos, antropólogos, historiadores, artistas, arquitectos, educadores, especialistas en mercadotecnia, gerentes, todos observan desde diferentes perspectivas y, por lo tanto, ven diferentes realidades. Nosotros lo haremos hoy desde el enfoque de un psicólogo, un profesional interesado en los pensamientos, sentimientos y acciones humanas, y situaremos al visitante individual en el centro de nuestra pantalla. Cuando «estudiamos» a los visitantes nos preguntamos por qué están en el museo; lo que hacen, sienten, piensan, o lo que se llevarán con ellos. Y todo lo relacionado con estas cuestiones, incluida la comunicación mediática del museo, tiene el potencial de generar un impacto, grande o pequeño, positivo o negativo, en la experiencia del visitante.
En el contexto actual de los museos, la experiencia del visitante es fundamental y, probablemente, sea esa la razón por la que acude a ellos. Esa experiencia que espera es la que trasmite a los demás, la que recuerda y valora. Quizás busquemos sentir algo dentro del museo; ser conmovidos o transformados de alguna manera, aprender de lo que observamos. Quizás queramos una experiencia que enriquezca nuestras vidas; eso nos regalará un recuerdo para llevar a casa; una historia que compartir con nuestros amigos o familiares durante la cena; una nueva forma de ver el mundo, o de entendernos a nosotros mismos.
Pine y Gilmore (1999), analizan las experiencias como una nueva oferta económica, distinta de los bienes y servicios. Argumentan que empresas de todo tipo- desde restaurantes y zapaterías hasta compañías de seguros, bancos y líneas aéreas- necesitan «generar» experiencias para ganar el corazón y la mente de sus clientes (y ahora más que nunca con la competencia del e-commerce). No se trata solo de entretenerles; se trata de comprometerlos de una manera personal. Aunque el concepto de la experiencia según Pine y Gilmore se centra en su efectividad como estrategia comercial, sus conocimientos sobre las necesidades de los visitantes y las formas en que podrían satisfacerse, resultan muy valiosos en el contexto de los museos.
El hecho de comprender qué experimentan los visitantes es un enfoque significativo tanto para la investigación museística como para la práctica de los museos, centrando la atención en los aspectos que son importantes para el público. Estos aspectos no tienen por qué ser necesariamente los mismos que el museo considera relevantes; incluso pueden no coincidir con el mensaje que está tratando de comunicar o con su misión. Para ello, los museos deben ser conscientes de las respuestas que se pueden obtener de los visitantes.
Aunque comúnmente la «atracción» se considera el producto principal para la oferta de ocio- también en el caso de los museos-, la experiencia de los visitantes ha demostrado ser una propuesta difícil de definir y medir. Podríamos decir que es la respuesta personal y subjetiva de un individuo a determinadas actividades, entornos o eventos que se le ofrecen. Los visitantes participan activamente en la narración, interpretación y transformación de sus sensaciones, construyendo (o generando) su propia experiencia, que puede ser moldeada o mejorada, pero no absolutamente controlada por quienes la diseñan.
Las experiencias se suceden desde lo mundano y lo común hasta lo máximo o transformador; las hay ordinarias y extraordinarias. Por definición, se desarrollan fuera de la rutina diaria y del entorno de nuestros hogares, por lo que esperamos que difieran notablemente de lo cotidiano, ya sea por su intensidad o por su estructura como historia memorable (Carù y Cova, 2003). Pero debemos tener en cuenta que una experiencia no necesita ser emocionalmente intensa para resultar memorable. Bruner (1986) explica que la narrativa puede transformar lo cotidiano en extraordinario. De este modo, cuando un visitante articula y vuelve a recordar y comunicar la historia de su visita, añade nuevos significados e interpretaciones, enfatizando en los aspectos que no le ha resultado rutinarios o previsibles.
A menudo damos por sentado que el aprendizaje- en términos generales- se define y puede ser mensurable, y que es lo único importante de la visita, hecho nada sorprendente teniendo en cuenta que constituye la parte fundamental de la misión del museo. Sin embargo existen otras muchas experiencias: físicas (interacción práctica e inmersión en un entorno novedoso); hedónicas (emoción, diversión); sensoriales o estéticas (apreciación de la belleza); emocionales (sentir alegría, orgullo, nostalgia o empatía); restaurativas (sentirse renovado, restaurado, reflexivo, tranquilo y relajado); relacionales (interacciones significativas con compañeros, contacto social); introspectivas (comprometer la imaginación, desarrollar y probar nuevas identidades); espirituales (reverencia, trascendencia o comunión con la naturaleza); transformadoras (inspiración, realización); y diversos tipos de experiencias cognitivas (exploración, descubrimiento, toma de decisiones).
La experiencia del visitante ofrece más aspectos de los que suelen reconocer los profesionales de los museos y contribuye a satisfacer una amplia gama de necesidades humanas (Falk y Dierking, 2013; Silverman, 1995). Según Packer y Ballantyne, la experiencia es como una joya multifacética. Cortar la gema permite observar y apreciar las características únicas de cada faceta, sin separar las partes del conjunto. Esas facetas diversas reflejan la luz en distintos momentos y de diferentes maneras, revelando un número infinito de combinaciones de luz y color. De manera similar, Pearce (2011) compara la experiencia del visitante con una orquesta: cada instrumento individual contribuye, más o menos intensamente, a la totalidad de la experiencia, logrando en conjunto el efecto musical final.
En torno a la experiencia del visitante existen muchos factores que influyen sobre los aspectos que tendrán prioridad en un momento y lugar determinados. Entre estos factores incluímos los elementos externos que se ofrecen al visitante: los entornos físicos y sociales en los que ingresan; las actividades y eventos en los que participan. La comunicación mediada encuentra su lugar en el contexto general del museo. ofreciendo la oportunidad de vivir una experiencia. Pero existen, además, factores de otro tipo: los elementos personales que el visitante aporta al museo (experiencias, intereses, expectativas y motivaciones anteriores) influyen en cómo percibe lo que se le ofrece, en lo que llamará su atención y en cómo recibirá la comunicación. Se trata de una experiencia única, personal e individual, y tiende a sentirla como un todo , a partir de muchos elementos que contribuyen a ello. Desde la perspectiva del público, el museo se comunica de muchas maneras diferentes en cada una de las etapas de la visita: a través de su sitio web y señalización; de su buena o mala accesibilidad; de su arquitectura; de la bienvenida y la orientación que brinda; de los aseos, las zonas de descanso, los puntos de venta y hasta de la calidad del café que se ofrece. Los entornos de los museos y los servicios para visitantes, así como las exposiciones, programas, interactividad, actividades y eventos ofrecidos, pueden diseñarse intencionalmente para aumentar la probabilidad de que surjan tipos particulares de experiencias. Sin embargo, en la mayoría, muchas de estas formas indirectas de comunicación se dejan al azar.
Alessandro di Marco
El museo transmite su propia identidad a través de señales indirectas o no verbales. ¿Es un lugar que da la bienvenida a extraños o solo a los eruditos? ¿Es un lugar de asombro y maravilla donde se almacenan innumerables tesoros? ¿Es un lugar de paz y tranquilidad? ¿Se preocupa por las necesidades de sus visitantes? El público recibe todos estos mensajes, así como ( o quizás incluso más claramente) los que el museo está comunicando intencionalmente. Cuando todos ellos – intencionales o no; directos e indirectos – se encuentran alineados, es muy probable que proporcionen una experiencia satisfactoria.
Por otro lado, los visitantes no son receptores pasivos de la comunicación del museo, sino que tratan activamente de satisfacer sus propias necesidades y construir significados sobre sí mismos (Silverman, 1995; Rounds, 1999). Cuando el público elabora sus propios significados o narraciones personales a partir de las comunicaciones que recibe, construye una experiencia probablemente significativa y memorable. Este proceso de construcción y reconstrucción puede prolongarse después de la visita, ya que las narraciones se comparten y se renuevan a lo largo del tiempo.
Resumiendo, ¿cómo podemos los profesionales de los museos estructurar su realidad para facilitar o fomentar experiencias satisfactorias? Quizás un rol emergente e importante para las nuevas tecnologías en la comunicación de museos es capacitar a los visitantes para crear sus propias experiencias, preservar las sensaciones vividas en el tiempo y compartirlas con otros. De esta manera, dichas experiencias se convierten en «extraordinarias» (más allá de lo habitual) o «notables» (dignas de atención y de ser recordadas). Hay quien utilizará teléfonos inteligentes y redes sociales para lograrlo. Otros preferirán apoyarse en modos de narración más tradicionales. De cualquier manera, el museo puede proporcionar las materias primas, y un poco de ánimo, para que todos se involucren en una comunicación auto-mediada. Siguiendo la observación de Bruner (1986) acerca de la relación entre la experiencia y su expresión- aplicándola a las visitas al museo- se podría argumentar que «una medida del éxito (de una visita) es la historia que se cuenta de ella posteriormente».
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