El término «economía creativa» fue popularizado en 2001 por el escritor y gestor de medios de comunicación británico John Howkins. Howkins lo aplicó a 15 industrias de diferentes sectores, que abarcaban desde las artes hasta la ciencia y la tecnología. Según los cálculos de Howkins, en el año 2000, la economía creativa tenía un valor de 2.2 billones de dólares estadounidenses a nivel mundial y crecía anualmente a una tasa del 5%.
Esta noción es muy amplia y sigue siéndolo, ya que no solo incluye bienes y servicios culturales, sino también juguetes, juegos y todo el ámbito de investigación y desarrollo (I+D). Por tanto, además de reconocer las actividades y los procesos culturales como el núcleo de una nueva y poderosa economía, también se ocupa de manifestaciones creativas en ámbitos que normalmente no se considerarían «culturales». Sin embargo, antes de explorar las implicaciones de esta amplia interpretación de la creatividad, es importante analizar los otros dos términos utilizados en este artículo de hoy.
El término «industrias culturales» se remonta a los primeros trabajos de la Escuela de Frankfurt en las décadas de 1930 y 1940. Esta escuela denunció de manera crítica la mercantilización del arte, argumentando que esta fenómeno otorgaba una legitimación ideológica a las sociedades capitalistas y daba lugar a la aparición de una industria cultural popular. Aún hoy, algunos mantienen esta visión pesimista sobre la relación entre la cultura y la empresa capitalista, especialmente en el contexto del debate actual sobre la amenaza de la homogeneización cultural global. Esta perspectiva se basa en la idea de que las áreas de la cultura y la economía son mutuamente hostiles, guiadas por lógicas incompatibles. Cuando ambas convergen, se cree que la integridad de la cultura siempre se ve amenazada.
Sin embargo, a principios de los años 60, muchos analistas comenzaron a reconocer que el proceso de mercantilización no siempre o necesariamente perjudicaba la expresión cultural. De hecho, en muchas ocasiones ocurría lo contrario, ya que los bienes y servicios generados industrialmente o digitalmente poseen muchas cualidades positivas. En la década de 1980, el término «industrias culturales» ya no implicaba connotaciones peyorativas y, de hecho, comenzó a utilizarse en círculos políticos y académicos con una connotación positiva. Este término hacía referencia a formas de producción y consumo cultural que tenían un elemento expresivo o simbólico en su núcleo. Además, la UNESCO propagó el término en la década de 1980, y su alcance se extendió a campos muy diversos como la música, el arte, la escritura, la moda, el diseño y las industrias de los medios de comunicación, como la radio, la industria editorial, el cine y la producción de televisión.
Es importante destacar que el alcance de las industrias culturales no se limita a la producción intensiva basada en la tecnología, ya que una gran parte de la producción cultural en países en desarrollo es artesanal. Por ejemplo, la inversión en la artesanía rural tradicional puede beneficiar a los artesanos al brindarles la oportunidad de tomar el control de sus vidas y generar ingresos para sus familias, especialmente en áreas donde las oportunidades de obtener otras fuentes de ingresos son limitadas. Todos estos ámbitos productivos tienen un valor económico significativo, pero también son portadores de profundos significados sociales y culturales.
El término «industrias creativas» se aplica a un conjunto productivo mucho más amplio que engloba tanto los bienes y servicios producidos por las industrias culturales como aquellos que dependen de la innovación, incluyendo diferentes tipos de investigación y desarrollo de software. La expresión comenzó a introducirse en la formulación de políticas, como fue el caso de la política cultural nacional de Australia a principios de la década de 1990, así como en el influyente Ministerio de Cultura, Medios de Comunicación y Deporte del Reino Unido, que promovió la transición de las industrias culturales a las industrias creativas a fines de esa década.
Este uso también se originó en la asociación que se estableció entre la creatividad, el desarrollo económico urbano y la planificación de la ciudad. Uno de los impulsos significativos fue el importante trabajo realizado por el consultor británico Charles Landry sobre la «ciudad creativa». Otro impulso influyente a nivel internacional fue el trabajo de Richard Florida, teórico estadounidense de estudios urbanos, quien reflexionó sobre la importancia de atraer a la «clase creativa» a las ciudades para garantizar un desarrollo exitoso. Esta «clase creativa» es un grupo amplio que abarca diferentes tipos de trabajadores, técnicos, directivos y profesionales, no solo trabajadores creativos de las industrias creativas y culturales, que generan innovación de diversas formas. Juntos, conforman una «clase» que Florida consideró como fuente de energía innovadora y dinamismo cultural en las sociedades urbanas contemporáneas.
Desde esta perspectiva, las actividades culturales se consideraban principalmente como parte de la infraestructura urbana, diseñada para atraer mano de obra profesional y móvil, así como proporcionar medios para aprovechar su tiempo de ocio de manera significativa. Después de un período inicial de gran entusiasmo, particularmente entre los alcaldes de ciudades de Estados Unidos, el norte de Europa y el este de Asia, el atractivo del paradigma de la «clase creativa» disminuyó notablemente. Muchos investigadores encontraron que la tesis de Florida carecía de respaldo empírico y no proporcionaba toda la información necesaria sobre las condiciones necesarias y duraderas para que esos individuos cualificados y creativos se congreguen y permanezcan en un lugar específico, convirtiéndose en agentes cruciales para el desarrollo local y regional. Además, el mismo Florida admitió recientemente que, incluso en Estados Unidos, los beneficios de su estrategia «fluyen desproporcionadamente hacia trabajadores creativos, profesionales y con conocimientos altamente cualificados» y agregó que «examinado de cerca, el clúster de talento aporta poco en términos de distribución de beneficios».
Los críticos de la agenda de las industrias creativas, y en particular del pensamiento de la economía creativa, argumentan que estos términos tienden a difuminar las fronteras entre la «creatividad» en un sentido muy general y las cualidades expresivas que caracterizan a los bienes y servicios culturales. También consideran que se utiliza de manera excesivamente amplia el término «creatividad». Y esto es cierto, ya que la palabra «creatividad» en sí misma siempre ha estado sujeta a múltiples definiciones y nunca ha habido tantas como en la actualidad. Incluso en el campo de la psicología, donde se ha estudiado ampliamente la creatividad individual, existe poco consenso en cuanto a su naturaleza y ubicación precisa, así como si es un atributo personal o un proceso.
Siguiendo una variante del pensamiento reciente de la economía creativa, algunos argumentan que las industrias culturales y creativas no solo impulsan el crecimiento mediante la creación de valor, sino que también se han convertido en elementos clave del sistema de innovación de toda la economía. Desde este punto de vista, su importancia radica no solo en la contribución de las industrias creativas al valor económico, sino también en la forma en que estimulan la generación de nuevas ideas o tecnologías y en los procesos de cambio transformativo.
Por lo tanto, la economía creativa debería ser vista como un complejo sistema que obtiene su valor económico al facilitar la evolución económica. Este sistema produce atención, complejidad, identidad y adaptación a través del recurso primario de la creatividad. Según esta perspectiva, las industrias culturales y creativas son pioneras y nutren disposiciones sociales generales que estimulan la creatividad y la innovación, trabajando en beneficio del conjunto.
Sin embargo, los críticos señalan que los mecanismos que permiten que esta creatividad se difunda nunca se identifican claramente, aunque parece plausible que las expresiones culturales se conviertan en una fuente de ideas, historias e imágenes que puedan ser reproducidas en diferentes sectores económicos. Análisis recientes de tablas de insumos y productos han proporcionado pruebas poco sólidas sobre si las empresas con cadenas de suministro vinculadas a las industrias creativas son más innovadoras que aquellas que no tienen ese vínculo. Sin embargo, esto no proporciona una indicación clara de la relación causal. Es posible que simplemente las empresas más innovadoras compren más insumos de la industria creativa, como diseño, posicionamiento de marca o publicidad.
Por lo tanto, es difícil argumentar que todos los aspectos de la actividad económica, social o política son generados únicamente (o incluso principalmente) por los procesos de las industrias culturales y creativas. Por esta razón, en este informe se utilizará el término «economía creativa» para favorecer las actividades que involucren creatividad cultural y/o innovación. La mayoría de los estudios de caso y ejemplos se extraen, por lo tanto, de actividades que también podrían clasificarse como industrias culturales, con el fin de revelar las relaciones cada vez más simbióticas entre cultura, economía y lugar. El potencial social emancipador de esta última está implícito en su propia constitución, y el caudal de expresión es en sí mismo un medio para encontrar formas de liberación. Por lo tanto, este potencial no puede separarse de los factores que sustentan el éxito de las industrias creativas en términos exclusivamente económicos.
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Recurso: UNESCO / UNITED NATIONS CREATIVE ECONOMY.
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