El Paisaje Sensorial del Museo

El Paisaje Sensorial del Museo

El concepto de «paisaje sensorial» en los museos surge del impacto sensorial que producían los objetos indígenas (exóticos) cuando eran manipulados por sus coleccionistas en Europa. Es importante mencionar la importancia que ha tenido el tacto de los objetos en las colecciones europeas de los siglos XVII y XVIII, frente al predominio del sentido de la vista en el museo moderno. La información que tenemos sobre este tema está basada en el enfoque teórico de la «antropología de los sentidos» (Howes, 1991, 2003; Classen, 1993a, 1997; Seremetakis, 1994), con un análisis ampliado de las reacciones culturales y sensoriales que han producido los artefactos y objetos indígenas al ser expuestos en los museos occidentales. Nunca olvidaremos, entre otros, el aroma (olor) del Museo del Hombre del Trocadero, sobre todo si lo comparamos con la asepsia del aire del actual Museo Quai Branly.

La antropología de los sentidos surgió a principios de la década de 1990, a partir de los estudios culturales y, en parte, como reacción a los excesos del «textualismo» y el «ocularcentrismo» de la museología convencional. Pero fundamentalmente supuso un intento de explorar algunas de las dimensiones sensitivas y existenciales básicas de la condición humana. Los sentidos se construyen y se manifiestan de diversas maneras en las diferentes sociedades, de tal modo que un olor, por ejemplo, puede significar a la vez santidad o pecado, poder político o exclusión social. Ambos, significados y sensaciones, constituyen el modelo sensorial adoptado por una sociedad, según el cual los miembros de ésta «crean sentido» del mundo, o traducen las percepciones sensoriales y los conceptos a una «cosmovisión» particular.

La antropología de los sentidos está especialmente relacionada con los estudios de la cultura material, ya que cada objeto y artefacto incorpora una amalgama sensorial determinada. Lo hace en términos de producción (dadas las habilidades sensoriales particulares y los valores que están involucrados en su fabricación), de estética (desde la forma en que sus propiedades atraen a los sentidos y así lo constituyen como un objeto de deseo o aversión) y de consumo (condicionado por los significados y usos que las personas perciben del objeto de acuerdo con el orden sensorial de su cultura). En definitiva, los objetos y artefactos crean «formas de percepción» específicas que deben abordarse a través de los sentidos, en vez de utilizar «textos» para leer o simples «signos» que han de ser descodificados. Los objetos poseen biografías sensoriales y sociales (Howes).

En los entornos de los museos occidentales, los objetos son, ante todo, elementos visuales. De hecho, a menudo, solo los que resultan visualmente más llamativos aparecen en exposición. Podemos asegurar que en el almacén del museo duermen objetos poco atractivos confiados a la oscuridad, sin importar cuán ricas sean sus complejidades auditivas, táctiles u olfativas (yo, particularmente, siempre llevaré conmigo el aroma que despide la caoba de los ídolos Pel de 400 años de antigüedad). Susan Stewart menciona que los museos modernos son «tan obvios que se han convertido en imperios de la vista sin margen para usar la imaginación»; son lugares de orden que no apelan a los sentidos»(Stewart 1999: 28). Lo mismo podría aplicarse a objetos que se convierten en signos visuales tan evidentes que es difícil atribuirles ningún otro valor sensorial. Dentro del imperio de la vista del museo, los objetos están colonizados por la mirada.

Sin embargo, si hacemos referencia a las culturas de origen de esos mismos objetos nativos, la apariencia visual generalmente forma solo una parte del todo, a veces muy pequeña y, con frecuencia, no la más importante, ya que la significación sensorial también está atribuida al objeto. Por otro lado, los valores sensoriales de éste no residen en el artefacto en sí mismo sino en su uso social; incluso en su contexto ambiental. Esta dinámica del significado sensorial y social se rompe cuando un objeto se descontextualiza o se elimina de su entorno cultural para insertarse dentro del sistema de símbolos visuales del museo. (Por supuesto, existen muchas opiniones sobre las «complejidades» de la cultura visual en nuestros días, y , sin duda, queda mucho por decir. Sin embargo, nuestro planteamiento pretende llamar la atención sobre la investigación de la vida social de los fenómenos sensoriales, no visuales, de los objetos expuestos en los museos).

Decir que un objeto en un museo desempeña un papel diferente del que tenía en su cultura de origen puede parecer obvio. Sin embargo, son muchas las preguntas y preocupaciones que surgen en torno a este proceso que, hasta ahora, apenas ha sido mencionado en museología. ¿Cómo se relaciona la recopilación y exposición de objetos indígenas con las nociones occidentales del sentido de la vida de los pueblos indígenas? ¿Cuáles son los atributos simbólicos, el historial social del «paisaje sensorial» de los objetos en las exposiciones del museo? ¿Qué percepciones son anuladas en las exposiciones convencionales de los museos? ¿Cuáles son las implicaciones de la noción de los objetos, como encarnaciones multisensoriales de significado, para el rediseño de los museos? ¿Hasta qué punto se adquiere conocimiento a partir del mundo sensorial que se pueda «desatar» en el museo?

En la era moderna, por lo general, únicamente los propietarios tienen el poder de tocar las colecciones. Se entiende que éstas no deben ser tocadas por otros. Sin embargo, antes de mediados del siglo XIX, no era así. Tanto las colecciones privadas como las públicas, eran tocadas y manipuladas por los visitantes y, de hecho, la exposición de los objetos se podía experimentar a partir de una gama de canales sensoriales. El periodista inglés del siglo XVII John Evelyn,  un ávido visitante de las colecciones de toda Europa, solía registrar objetos sensibles sacudiéndolos, levantándolos para probar su peso y oliéndolos. En 1702, la viajera inglesa Celia Fiennes plasmaba de la siguiente manera una visita que realizó al Ashmolean Museum de Oxford:

[…] Había un bastón que parecía una cosa sólida y pesada, pero si lo tomas en tus manos es tan liviano como una pluma … Hay varias piedras Loadstones y es lindo ver cómo el acero se adhiere a ellas, pudiendo sostener la piedra a cierta distancia de unas agujas, se levantan… (Fiennes, 1949: 33).

Los conservadores de Ashmolean se mostraban, por aquel entonces, despreocupados ante el posible deterioro de sus colecciones por un exceso de manipulación; no tenían ninguna intención de  prohibirla, dado que el contacto proporcionaba un medio esencial y esperado de adquirir conocimiento.

Más de ochenta años después de la visita de Celia Fiennes a Ashmolean, en 1786 la viajera europea Sophie de la Roche escribía sobre su visita al Museo Británico:

Con qué sensaciones se toca un casco cartaginés excavado cerca de Capua, o los utensilios domésticos de Herculano… También hay espejos, pertenecientes a matronas romanas… Con uno de estos espejos en la mano miré entre las urnas, mientras pensaba: «quizás el azar ha conservado entre estos restos una parte del polvo de los bellos ojos de una dama griega o romana, que hace tantos siglos se observó en este espejo… Tampoco podía contener mi deseo de tocar las cenizas de una urna en la que se lloraba a una figura femenina. Lo sentí suavemente, con gran sentimiento… Presioné el grano de polvo entre mis dedos con ternura, justo como su mejor amiga podría haberle tomado la mano alguna vez… (de la Roche, 1933: 107-8).

En esta curiosa reflexión, Sophie de la Roche indica cuán esencial era el tacto para disfrutar de su experiencia con la colección del museo y para acercar el tiempo al espacio, estableciendo una intimidad imaginativa con los antiguos poseedores de los objetos que se hallaban ahora en el museo; una intimidad potenciada por la sensación de entrar en contacto directo con el espectro sensorial.

La importancia que se le daba al tacto antes de mediados del siglo XIX, así como la libertad que existía para entrar en contacto con los objetos en el contexto de un museo, nos es ajena hoy en día. Sin embargo, en aquel tiempo estaba justificado, pues se creía firmemente que el tacto proporcionaba un complemento necesario para la vista, cuyo sentido se entendía limitado a las apariencias superficiales. El hecho de observar una colección se consideraba un modo superficial de entrar en contacto con ella. Tomarse el tiempo para tocar los objetos, tenerlos en las manos, generaba un interés más profundo por ellos. Se creía que, a través de ese acto, era posible acceder a verdades interiores que la vista no percibía. Celia Fiennes señala, por ejemplo, que el bastón que se exhibía en Ashmolean parecía pesado, sin embargo, cuando lo levantó, descubrió que era liviano. Los engaños de la vista se corrigen con el tacto (Harvey, 2002).

Como lo ilustra el ejemplo de Sophie de la Roche, tocar funciona como un excelente medio para establecer un importante nivel de intimidad entre el visitante y la colección misma, de modo que ambos se funden físicamente. El tacto proporciona la satisfacción de un encuentro corporal. El visitante es capaz de percibir también las huellas de la mano del creador y de sus antiguos dueños. Unos cuerpos parecen vincularse a otros a través de la materialidad del objeto que han compartido. Lo decimos sin importarnos que los conservadores se rasguen las vestiduras.

Los elementos que particularmente obtuvieron una respuesta táctil de los primeros visitantes del museo fueron las esculturas y los objetos provenientes de tierras exóticas o antiguas. En el caso de las esculturas, su naturaleza realista de las formas invitaba a ello. Aunque parecían reales, su inanidad provocaba que las esculturas, incluso las más sagradas, las del emperador más augusto, no pudieran resistirse a ser tocadas. A través de la tridimensionalidad de la obra uno era capaz de experimentar sensaciones íntimas que muy probablemente no le permitía el sentido de la vista. También era posible verificar, mediante el tacto, que las esculturas eran, de hecho, inanimadas; que el león no mordía, que el cuerpo que parecía tan suave y flexible era, de hecho, frío y duro. Los visitantes de las antigüedades de Italia de los siglos XVII y XVIII se apoyaban sobre el colchón, aparentemente mullido, en el que descansaba la estatua llamada «El Hermafrodita», para sentir su dureza. También acariciaban con la yema de los dedos el mármol mate de el «Jabalí», hasta que lograron que pareciera brillante como un espejo (Haskell y Penny, 1981: 163, 235). Tocar estatuas no era solo una cuestión de curiosidad ociosa, sino de apreciación estética. Como dijo el escultor renacentista Ghiberti: «el tacto solo puede descubrir bellezas [de la escultura], que escapan al sentido de la vista bajo cualquier luz» (citado en Symonds, 1935: 649).

Recurso bibliográfico asociado:

Constance Classen y David Howes (2006): The Museum as Sensescape: Western Sensibilities and Indigenous Artifacts. The Museum Sense Scapes.

Fotografía: Bustler: Cooper Hewitt’s sensory-focused exhibition, “The Senses: Design Beyond Vision”.


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