Propuesta IV: El Museo Es un Mundo de Ideas

Defender la idea de que el museo sea un lugar desencadenante de emociones, no suele ser nada fácil; chocamos contra la opinión de que generar emociones en el museo no es prioridad, que el museo debe mantener su perfil de almacén expositor científico e histórico. Un trozo de escombro de la Torre Sur del World Trade Center de Nueva York expuesta en el museo ante un neoyorkino que vivió trágicamente, como todo el resto del mundo civilizado, el drama de la terrorista devastación asesina de las torres gemelas en el 11S, generará una emoción muy intensa. Es un vestigio guardado en el museo para ser mostrado a quien quiera ir a verlo, sabiendo de antemano que generará una emoción intensa pero necesaria, para que el legado de la lucha contra el horror permanezca de generación en generación, y es obra del museo.

Escuchar una sinfonía que evoque tiempos felices o no, escuchar un aria de la ópera nos puede conmover profundamente. Todo lo que nos hace revivir y recordar situaciones de drama, o extraordinariamente felices, nos provoca – a los que nos corre sangre por las venas – intensa emoción. Naturalmente cuanto más universal sea el desencadenante de las emociones, más eficaz será. El museo de la Historia de Berlín expone un módulo en el cual se muestra una lata de alimentos de esas que los aviones aliados transportaban a la ciudad durante el año 1948, en el llamado «puente aéreo», cuando la ciudad fue bloqueada por los soviéticos y una tercera guerra mundial estaba a punto de desencadenarse. Esa lata se expone delante de una enorme fotografía en la que se observan a unos niños mirando hacia el cielo, con los aviones intentando aterrizar en el aeropuerto de Tempelhof. Es un recurso muy sencillo y simple: una gran fotografía y solo una pequeña lata de comida, pero para los que recuerdan esos días y para las personas sensibles que ven esa imagen y la lata la emoción es inevitable.

El ejemplo de Frida Kalho y su Casa Azul, es algo muy similar en cuanto a la generación de emociones en un museo. Quienes conocemos las circunstancias de la vida de Frida Kalho, al ver su lecho de inválida nos emocionamos, con sus artefactos ortopédicos y su frase: «Pies, pa’ qué os quiero, si tengo alas pa’ volar»; o bien la frase que permanece escrita en recámara nocturna: «Jamás en toda la vida olvidaré tu presencia, me acogiste destrozada y me devolviste íntegra, entera». En la Casa Azul, museo donde se conservan los objetos íntimos de la artista, está creada por sí misma para que las emociones se desaten, no hace falta usar recurso museográfico añadido alguno.

Pero lo que nos interesa finalmente es cautivar al visitante; el visitante espera del museo que le muestre cosas, pero nunca espera que ocurran cosas en él. La mejor forma para dinamizar un museo es que sucedan cosas diferentes en su interior. Ya hemos hablado en un artículo anterior de la escena de los dos «expertos curadores» con sus batas blancas discutiendo sobre un objeto concreto expuesto en una vitrina. Ambos expertos embatados son en realidad dos trabajadores del museo interpretando la «discusión» sobre el objeto. Discuten y discuten sobre ese objeto, todos los que están en la sala los pueden oír aunque el debate no sea en realidad violento en absoluto. No se ponen de acuerdo… El visitante que esté allí le llamará la atención la discusión seguro; es una escena diferente, inesperada; se está rompiendo un arquetipo: en el museo no suceden cosas. Uno de los conservadores pedirá a alguno de los visitantes que se implique en la conversación y al cabo de 10 minutos habrá un corro de visitantes alrededor del objeto. Todos entenderán finalmente que ha sido una simulación, un juego, y que han aprendido mucho más siendo participes activos en una «escenificación» que habrá resultado divertida. Y no ha habido que contratar museografía de apoyo con su corresponden coste (seguimos tirando piedras sobre nuestro propio tejado, y a gusto).

Por estas razones, los «disparadores» de emociones e interés que ocurren en el museo moderno dependen casi siempre de la implicación, confianza y amabilidad de sus trabajadores en relación con sus visitantes. Podríamos barajar la idea de un Museo Feliz aunque suene un tanto infantil, pero seguro que funciona. Todas las opciones de éxito o fracaso dependen del entusiasmo e implicación, o no, de los responsables del museo; hay que evitar «el mal del mal funcionario». Adoptar una filosofía de entusiasmo ante el trabajo no es una cuestión de presupuesto, aunque teniendo en cuenta como están los tiempos, es un esfuerzo muy grande que no se puede exigir a nadie mal pagado. Solo nos queda decir que es igual de costosa la amabilidad que la grosería en términos económicos, pero una de ellas es fundamental para la supervivencia o no del museo local.

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Imagen Principal y redes sociales: Valerio Loi, «Human Feelings as Drugs»

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